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El orden del discurso en la Historia

Michel Foucault fue un filósofo e historiador de las ideas francés. Fue profesor en varias universidades francesas y estadounidenses y catedrático de Historia de los sistemas de pensamiento en el Collège de France. El orden del discurso fue la lección inaugural que impartió cuando sucedió a Jean Hyppolite en la Cátedra de Historia de los sistemas del pensamiento. Foucault realizó en este texto una breve síntesis de lo que hasta entonces habían sido sus investigaciones, que giraban en torno a las relaciones entre saber y poder, al mismo tiempo que adelantaba el que iba a ser su futuro programa de trabajo.



Foucault no solo ha dejado su impronta en el pensamiento filosófico, sino que también lo ha hecho en el pensamiento histórico:



Se considera contribución de la historia contemporánea el haber retirado los privilegios acordados anteriormente al acontecimiento singular y haber hecho aparecer las estructuras que se extienden sobre un amplio margen de tiempo. Ciertamente. No estoy seguro sin embargo de que el trabajo de los historiadores se haga precisamente en esta dirección. O más bien, no creo que haya como una razón inversa entre localización del acontecimiento y el análisis que se extiende sobre un amplio margen de tiempo. Me parece, por el contrario, que bien sea estrechando en su límite el tono del acontecimiento, bien impulsando el poder de resolución del análisis histórico hasta las mercuriales, las actas notariadas, los registros de parroquia, los registros portuarios comprobados año tras ano, semana tras semana, es como se ha visto perfilarse más allá de las batallas, decretos, dinastías o asambleas, fenómenos masivos de alcance secular o plurisecular. La historia, tal como se practica actualmente, no se aleja de los acontecimientos, extiende por el contrario su campo sin cesar; descubre sin cesar nuevas capas, más superficiales o más profundas; aísla sin cesar conjuntos nuevos, que a veces son numerosos, densos e intercambiables, a veces raros y decisivos: de las variaciones casi cotidianas de los precios, se llega a las inflaciones seculares. Pero lo importante es que la historia no considere un acontecimiento sin definir la serie de la que forma parte, sin especificar la forma de análisis de la que depende, sin intentar conocer la regularidad de los fenómenos y los límites de probabilidad de su emergencia, sin interrogarse sobre las variaciones, las inflexiones y el ritmo de la curva, sin querer determinar las condiciones de las que dependen. Claro está que la historia desde hace mucho tiempo no busca ya comprender los acontecimientos por un juego de causas y efectos en la unidad informe de un gran devenir, vagamente homogéneo o duramente jerarquizado; pero eso no es para encontrar estructuras anteriores, ajenas, hostiles al acontecimiento. Es para establecer series diversas, entrecruzadas, a menudo divergentes, pero no autónomas, que permiten circunscribir el lugar del acontecimiento, los márgenes de su azar, las condiciones de su aparición.

Las nociones fundamentales que se imponen actualmente no son más que las de la conciencia y de la continuidad (con los problemas que le son correlativos de la libertad y de la causalidad), no son tampoco las del signo y de la estructura. Son las del acontecimiento y de la serie, con el juego de nociones que les están relacionadas; regularidad, azar, discontinuidad, dependencia, transformación; es por medio de un conjunto tal cómo este análisis de los discursos en que yo pienso se articula, no, ciertamente, sobre la temática tradicional que los filósofos de ayer tomaban todavía por la historia viva, sino sobre el trabajo efectivo de los historiadores.

Pero por ello también por lo que este análisis plantea problemas filosóficos o teóricos, verdaderamente graves. Si los discursos deben tratarse primeramente como conjuntos de acontecimientos discursivos, ¿qué estatuto es necesario conceder a esta noción de acontecimiento que tan raramente fue tomada en consideración por los filósofos? Claro está que el acontecimiento no es ni sustancia, ni accidente, ni calidad, ni proceso; el acontecimiento no pertenece al orden de los cuerpos. Y sin embargo no es inmaterial; es al nivel de la materialidad cómo cobra siempre efecto y, como es efecto, tiene su sitio, y consiste en la relación, la coexistencia, la dispersión, la intersección, la acumulación, la selección de elementos materiales; no es el acto ni la propiedad de un cuerpo; se produce como efecto de y en una dispersión material. Digamos que la filosofía del acontecimiento debería avanzar en la dirección paradójica, a primera vista, de un materialismo de lo incorporal.

Por otra parte, si los acontecimientos discursivos deben tratarse según series homogéneas, pero discontinuas unas con relación a otras, ¿qué estatuto es necesario dar a ese discontinuo? No se trata en absoluto ni de sucesión de los instantes del tiempo, ni de la pluralidad de los diversos sujetos que piensan; se trata de cesuras que rompen el instante y dispersan el sujeto en una pluralidad de posibles posiciones y funciones. Una discontinuidad tal que golpetea e invalida las menores unidades tradicionalmente reconocidas o las menos fácilmente puestas en duda: el instante y el sujeto. Y, por debajo de ellos, independientemente de ellos, es necesario concebir entre esas series discontinuas de las relaciones que no son del orden de la sucesión (o de la simultaneidad) en una (o varias) conciencia; es necesario elaborar —fuera de las filosofías del sujeto y del tiempo— una teoría de las sistematicidades discontinuas. Finalmente, si es verdad que esas series discursivas y discontinuas tienen, cada una, entre ciertos límites, su regularidad, sin duda ya no es posible establecer, entre los elementos que las constituyen, vínculos de causalidad mecánica o de necesidad ideal. Es necesario aceptar la introducción del azar como categoría en la producción de los acontecimientos. Ahí se experimenta también la ausencia de una teoría que permita pensar en las relaciones del azar y del pensamiento.

De modo que el diminuto desfase que se pretende utilizar en la historia de las ideas y que consiste en tratar, no las representaciones que puede haber detrás de los discursos, sino los discursos como series regulares y distintas de acontecimientos, este diminuto desfase, temo reconocer en él algo así como una pequeña (y quizás odiosa) maquinaria que permite introducir en la misma raíz del pensamiento, el azar, el discontinuo y la materialidad. Triple peligro que una cierta forma de historia pretende conjurar refiriendo el desarrollo continuo de una necesidad ideal. Tres nociones que deberían permitir vincular a la práctica de los historiadores, la historia de los sistemas de pensamiento. Tres direcciones que deberá seguir el trabajo de elaboración teórica.1


[1] Michel Foucault, El orden del discurso (Barcelona: Fábula, 2008), pp.54-58.



http://humanosinsentido.blogspot.com/2009/12/el-orden-del-discurso-en-la-historia.html

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