sábado

PAUL JOHNSON - ROUSSEAU: "UN LOCO INTERESANTE"

ENSAYO


A lo largo de los últimos doscientos años la influencia de los intelectuales ha crecido sin cesar. En efecto el ascenso del intelectual laico ha sido un factor clave en la configuración del mundo moderno. Visto en la larga perspectiva de la historia es en muchos sentidos un factor nuevo. Es cierto que en sus encarnaciones anteriores como sacerdotes, escribas y augures, los intelectuales han afirmado su derecho a guiar a la sociedad desde el primer momento. Pero como custodios de culturas sacerdotales, ya fuesen primitivas o complejas, sus innovaciones morales e ideológicas estaban limitadas por los cánones de una autoridad externa y por la herencia de la tradición.

No eran ni podían ser espíritus libres, aventureros de la mente.

Con la decadencia del poder eclesiástico en el siglo dieciocho surgió un nuevo tipo de mentor para llenar el vacío y atraer la atención de la sociedad. El intelectual laico podía ser deísta, escéptico o ateo. Pero estaba tan dispuesto como cualquier pontífice o presbítero a decirle a la humanidad cómo manejar sus asuntos. Desde el primer momento proclamaba una devoción especial por los intereses de la humanidad y un deber evangélico de promoverlos por sus enseñanzas. Aportaba a esta tarea que se adjudicaba a sí mismo un enfoque mucho más radical que sus predecesores religiosos.

No se sentía atado por ningún cuerpo de religión revelada. La sabiduría colectiva del pasado, el legado de la tradición, los códigos prescriptivos de la experiencia ancestral existían para ser seguidos selectivamente o rechazados en su totalidad, según decidiera su propio buen sentido. Por primera vez en la historia humana, y con confianza y audacia creciente, los hombres se aliaron para afirmar que podían diagnosticar los males de la sociedad, y curarlos, usando sólo su propio intelectos: más aún, que podían idear fórmulas con las que no sólo la estructura de la sociedad sino también los hábitos de los seres humanos podían ser transformados para mejor. A diferencia de sus predecesores sacerdotales, no eran servidores e intérpretes de los dioses, sino sus sustitutos. Su héroe era Prometeo, que robó el fuego celestial y lo trajo a la tierra.

Una de las características más marcadas de los nuevos intelectuales laicos fue el deleite con que sometían a la religión y a sus protagonistas al escrutinio crítico. ¿En qué medida habían beneficiado o dañado a la humanidad estos grandes sistemas de fe?

¿En qué medida estos papas o pastores habían vivido de acuerdo con sus preceptos de pureza y veracidad, de caridad y benevolencia? Los veredictos pronunciados sobre ambos, iglesias y clero, fueron duros. Ahora, después de dos siglos durante los cuales la influencia de la religión ha seguido decayendo y los intelectuales laicos han desempeñado un papel cada vez mayor en la formación de nuestras actitudes e instituciones, ha llegado el momento de examinar sus antecedentes tanto públicos como personales. Quiero concentrarme en especial en las credenciales morales y de criterio que tienen los intelectuales para decir a la humanidad como conducirse. ¿Cómo condujeron sus propias vidas? ¿Con qué grado de rectitud se comportaron con la familia, amigos y colaboradores? ¿Fueron justos en sus trabajos con el otro sexo y en los comerciales? ¿Dijeron y escribieron la verdad? ¿Cómo ha soportado sus propios sistemas la prueba del tiempo y la praxis?





Allan Ramsay - Jean-Jacques Rousseau 1776



Esta investigación comienza con Jean Jacques Rousseau (1712 - 1778), que fue el primero de los intelectuales modernos, su arquetipo y en muchos sentidos el más influyente de todos. Hombres mayores que él como Voltaire habían comenzado el trabajo de demoler los altares y entronizar la razón. Pero Rousseau fue el primero en combinar todas las características destacadas del prometeico moderno; afirmación de su derecho a rechazar el orden existente en su totalidad; confianza en su capacidad para rehacerlo desde los cimientos de acuerdo con principio ideados por él mismo; creencia en que esto podía lograrse por medio del proceso político; y no en último término, reconocimiento del papel enorme que el instinto, la intuición y el impulso desempeñan en la conducta humana. Creía tener un amor especial por la humanidad y que había sido investido con dones y percepciones sin precedentes para aumentar su felicidad. Una cantidad asombrosa de gente, en su día y desde entonces, lo ha aceptado según su propia estimación.

Tanto a largo como a corto plazo su influencia ha sido enorme. En la generación posterior a su muerte alcanzó la condición de mito.

Murió una década antes de la Revolución Francesa de 1789, pero muchos contemporáneos lo consideran responsable de ella, y en consecuencia de la destrucción del ancien régime en Europa. Luís XVI y Napoleón compartieron esta opinión. Edmund Burke dijo de las elites revolucionarias: “Hay una gran disputa entre sus dirigentes sobre cuál de ellos es el que más se parece a Rousseau… Es su modelo de la perfección”. Como expresó el mismo Robespierre: “Roussseau es el único hombre que, por la elevación de su alma y la grandeza de su carácter, se mostró digno del papel de maestro de la humanidad”. Durante la Revolución la Convención Nacional votó que sus cenizas fueran trasladadas al Panteón. En la ceremonia, su presidente declaró: “Es a Rousseau a quien se debe la saludable mejoría de nuestra moral, costumbres, leyes, sentimiento y hábitos”(1)

En un nivel mucho más profundo, sin embargo, y durante un lapso mucho más largo, Rousseau alteró algunos de los presupuesto básicos del hombre civilizado y reubicó el mobiliario de la mente humana. El campo de su influencia es dramáticamente amplio, pero puede agruparse en cinco encabezamientos principales. Primero, todas nuestras ideas modernas sobres la educación están afectadas en alguna medida por la doctrina de Rousseau, especialmente por su tratado Emile (1762). Popularizó, y en buena medida inventó, el culto de la naturaleza, el gusto por el aire libre, la búsqueda de la frescura, la espontaneidad, lo vigorizante y lo natural. Introdujo la crítica de la artificiosidad urbana. Identificó y estigmatizó los artificios de la civilización. Es el padre del baño frío y el ejercicio físico sistemático, el deporte como formador del carácter, la casita de fin de semana.(2)

Segundo, y en relación con su revalorización de la naturaleza, Rousseau predicó la desconfianza hacia las mejoras, progresivas, graduales, producidas por la lenta marcha de la cultura materialista; en este sentido rechazó a la Ilustración, de la que formaba parte, y buscó una síntesis mucho más radical.(3)

Insistió en que la razón misma tenía severas limitaciones considerada como el medio para curar a la sociedad. Eso no significaba, sin embargo, que la mente humana fuese inadecuada para producir los cambios necesarios, porque tiene recursos ocultos, no aprovechados aún de percepción poética e intuición que deben ser usados para superar los dictados esterilizantes de la razón.(4)

Siguiendo esta línea de pensamiento, Rousseau escribió sus Confessions, terminadas en 1770 pero no publicadas hasta después de su muerte. Este tercer proceso fue el comienzo tanto del movimiento romántico como de la literatura introspectiva moderna, porque en él hizo que el descubrimiento del individuo (el logro principal del Renacimiento) diera un paso gigantesco hacia delante, buceando en el yo interior y sacándolo a la luz para su inspección pública. Por primera vez se mostró a los lectores el interior de un corazón, pero (y esto también llegaría a ser una característica de la literatura moderna) la visión era errónea, el corazón así exhibido engañoso, aparentemente sincero, pero interiormente lleno de engaños.

El cuarto concepto popularizado por Rousseau fue en algunos sentidos el más influyente de todos. Cuando la sociedad evoluciona de su primitivo estado de naturaleza a la artificialidad urbana, argüía, el hombre se corrompe: su egoísmo natural, que él llama amour de soi, se transforma en un instinto mucho más pernicioso, amour prope, que combina vanidad y autoestima, con cada hombre valorándose a sí mismo por lo que los otros piensan de él y buscando entonces impresionarlos con su dinero, fuerza, inteligencia y superioridad moral.

Este egoísmo natural se vuelve competitivo y adquisitivo, y así llega a alienarse no sólo de los demás hombres, sino también de sí mismo.(5) La alienación induce en el hombre una enfermedad psicológica caracterizada por una divergencia trágica entre la apariencia y la realidad.

El mal de la competencia, tal como él lo veía, que destruye el sentido comunitario innato del hombre y estimula todos sus peores rasgos, incluso su deseo de explotar a otros, llevó a Rousseau a desconfiar de la propiedad privada, en tanto origen del crimen de la sociedad. Su quinta innovación entonces, en la víspera misma de la revolución industrial, fue desarrollar los elementos de una crítica del capitalismo, tanto en el prefacio a su obra teatral Narcisse como en su Discours sur l’inégalité, al identificar la propiedad y la competencia por adquirirla como la causa originaria de la alienación.(6)

Este fue un yacimiento de ideas que Marx y otros habrían de explotar despiadadamente, junto con la idea conexa de Rousseau de la evolución cultural. Para él “natural” significaba “originario” o precultural. Toda cultura trae problemas, ya que es la asociación del hombre con otros lo que saca a relucir sus propensiones malévolas: como expresa en Emile, “El aliento del hombre resulta fatal para sus semejantes.” Es así que la propia cultura en la que vivió el hombre, ella misma una construcción en evolución, artificial, dictó al hombres su conducta, y esta conducta se podía mejorar, en realidad transformar completamente, cambiando la cultura y los elementos competitivos que la produjeron, es decir por medio de una ingeniería social.

Estas ideas abarcan un espectro tan amplio como para constituir, casi por sí solas, una enciclopedia del pensamiento moderno. Es cierto que no todas ellas fueron originales de Rousseau. Sus lecturas fueron amplias: Descartes, Rabelais, Pascal, Leibniz, Bayle, Fontenelle, Coarneille, Petrarca, Tasso, y en especial se sirvió de Locke y Montaigne. Germaine de Staêl, que creyó que él poseía “las facultades más sublimes jamás conferidas a un hombre” declaró: “No ha inventado nada”. Pero añadió: “ha imbuido todo de fuego”. Era la forma sencilla, directa, poderosa, en verdad apasionada, en que escribía la que hizo que sus concepciones parecieran tan vívidas y frescas y llegaran por eso a hombres y mujeres con el impacto de una revelación.

¿Quién fue, entonces, este dispensador de tan extraordinario poder moral e intelectual, y cómo llegó a adquirirlo? Rousseau era un suizo, nacido en Ginebra en 1712 y criado como calvinista. Su padre Isaac era relojero, pero no prosperó en su oficio, ya que era un alborotador, mezclado a menudo en hechos de violencia y en tumultos. Su madre, Suzanne Bernard, provenía de una familia rica, y murió de fiebre puerperal poco después de su nacimiento Ninguno de sus padres provenía del círculo cerrado de familias que conformaban la oligarquía imperante en Ginebra y componían el Consejo de los Doscientos y el Consejo Secreto de los Veinticinco.

Pero tenían amplios privilegios electorales y legales, y Rousseau siempre fue muy consciente de su posición superior. Esto le hizo un conservador natural por interés (aunque no por convencimiento intelectual) y le provocó un desprecio por la plebe sin voto que conservó toda su vida. Además, la familia poseía una cantidad respetable de dinero.

Rousseau no tenía hermanas, sólo un hermano siete años mayor que él. El mismo se parecía mucho a su madre, y se convirtió así en el favorito de su padre viudo. El trato que le daba Isaac oscilaba entre un afecto lacrimógeno y una violencia aterradora, y hasta el favorito Jean Jacques lamentó la forma en que le crió su padre, quejándose más tarde en Emile: “La ambición, codicia, tiranía y previsión errada de los padres, su incuria e insensibilidad brutal, son cien veces más dañinas para los hijos que la ternura irreflexiva de las madres”. Sin embargo, fue el hermano mayor quien se convirtió en la víctima principal del salvajismo del padre. En 1718 fue enviado a un reformatorio a petición del padre, fundado en su perversidad incorregible; en 1723 se escapó y nunca más se supo de él. Rousseau fue entonces de hecho, un hijo único, situación que compartió con muchos otros líderes intelectuales modernos. Pero, aunque consentido en algunos aspectos, emergió de la infancia con un fuerte sentido de carencia y –quizá su característica personal más destacada- de autocompasión.(7)

La muerte le privó pronto de su padre y su madrastra. Tenía aversión por el oficio de grabador, en el que le habían colocado como aprendiz. De modo que en 1728, a los quince años, se escapó y se convirtió al catolicismo a fin de obtener la protección de una tal Madame Francoise Louise de Warens, que vivía en Annecy. Los detalles de los comienzos de la carrera de Rousseau tal como están registrados en sus Conffesions no son de fiar. Pero sus propias cartas, y los vastos recursos que provee la inmensa laboriosidad de Rousseau, se han utilizado para establecer los hechos más destacados.(8)

Madame de Warens vivía de una pensión real francesa y parece que fue a la vez agente del gobierno francés y de la Iglesia católica. Rousseau vivió con ella, a sus expensas, durante la mayor parte de un lapso de catorce años entre 1728 y 1742. Parte de este tiempo fue su amante; también hubo períodos en que anduvo por su cuenta. Hasta bien entrada en su treintena Roussseau llevó una vida de fracasos y de dependencia, en especial de mujeres. Intentó por lo menos trece destinos: grabador, lacayo, seminarista, músico, empleado público, granjero, tutor, cajero, copista de música, escritor y secretario privado. En 1743 se le otorgó lo que parecía el puesto ideal de secretario del embajador francés en Venecia, el conde Montaigu. Esto duró once meses y terminó con su despido y huida para evitar ser arrestado por el estado veneciano. Montaigu afirmó (y su versión debe preferirse a la del propio Rousseau) que su secretario estaba condenado a la pobreza debido a su “temperamento vil” e “increíble insolencia”, producto de su “insania” y de “la alta estima en que se tenía a sí mismo” (9)

En el transcurso de algunos años Rousseau había llegado a considerase un escritor nato. Tenía gran habilidad en el manejo de las palabras. Era particularmente eficaz cuando se trataba de exponer su propia causa en cartas sin prestar atención demasiado escrupulosa los hechos: en realidad podría haber sido un abogado brillante. (Una de las razones por las que Montaigu, un militar, llegó a tenerle tanta aversión fue la costumbre que tenía Rousseau, cuando escribía al dictado, de bostezar ostensiblemente y aun pasar hasta la ventana mientras el embajador se esforzaba por encontrar la palabra justa. En 1745 Rousseau conoció a una joven lavandera, Théresê Lavasseur, diez años menor que él, que accedió a convertirse en su amante con carácter de permanente. Esto le dio cierta estabilidad a su vida errabunda. Entretanto había conocido a Denis Diderot, la figura cardinal de la Ilustración que luego sería el editor de la Encyclopédie, que trabó amistad con él. Al igual que Rousseau, Diderot era hijo de un artesano y se convirtió en el prototipo del escritor autodidacta. Era un hombre bondadoso y un constante alimentador de talentos. Rousseau le debió mucho. A través de él conoció al crítico alemán Friedrich Melchior Grimm, que gozaba de prestigio en la sociedad y le introdujo en el famoso salón radical del Barón d’Holbach, conocido como “le Maître d´Hôtel de la philosophie”.

El poder de los intelectuales franceses estaba en sus comienzos y había de crecer sin interrupción durante la segunda mitad del siglo. Pero en las décadas del cuarenta y del cincuenta su posición como críticos de la sociedad era aún precaria. El estado, cuando se sentía amenazado, aún podía caer sobre ellos con una ferocidad inesperada. Rousseau se quejó más tarde ampliamente de la persecución de que fue objeto, pero en realidad tuvo que soportar muchas menos desventura que la mayoría de sus contemporáneos. Voltaire fue golpeado en público por los servidores de un aristócrata al que había ofendido, y pasó casi un año en la Bastilla. Aquellos que vendían libros prohibidos podían ser condenados a diez años en galeras. En julio de 1747 Diderot fue arrestado y puesto en confinamiento solitario en la fortaleza de Vincennes por publicar un libro en defensa del ateísmo. Estuvo allí tres meses. Rousseau le visitó, y mientras caminaba por la carretera a Vincennes vio en el diario un anuncio de la Academia de Letras de Dijon que invitaba a presentar trabajos a un concurso de ensayos sobre el tema “Si el renacimiento de las ciencias y las artes ha contribuido al mejoramiento de las costumbres”.

Este episodio ocurrió en 1750, fue el momento crítico en la vida de Rousseau. En un destello de inspiración vio qué era lo que debía hacer. Otros concursantes naturalmente defenderían la causa de las artes y las ciencias. El argumentaría a favor de la superioridad de la naturaleza. Súbitamente, como dice en sus Confessions, concibió un entusiasmo desbordante por “la verdad, la libertad y la virtud”. Dice que se dijo a sí mismo: “¡Virtud, verdad! Gritaré cada vez más fuerte, ¡verdad, virtud!” Añadió que su chaleco estaba “empapado con lágrimas que había vertido sin notarlo”.

Las lágrimas que lo empaparon pudieron muy bien ser verdaderas: las lágrimas le brotaban con facilidad. Lo cierto es que ahí y entonces Rousseau decidió escribir el ensayo según la línea que se convirtió en lo esencial de su credo; ganó el premio con ese enfoque paradójico y se volvió famoso de la noche a la mañana. Aquí se dio el caso de un hombre de treinta y nueve años, hasta ese momento fracasado y amargado, deseoso de ser conocido y famoso, que por fin encontraba la nota exacta. El ensayo es débil y hoy casi ilegible. Como siempre que se vuelve atrás a un suceso literario de esa clase, parece inexplicable que una obra tan insignificante pudiera producir semejante explosión de celebridad. Y en efecto, el famoso crítico Jules Lemaître llamó a esta súbita apoteosis de Rousseau una de las pruebas más efectivas jamás habidas de la estupidez de la humanidad.(10)

La publicación del Discours sobre las artes y las ciencias no hizo rico a Rousseau porque, pese a tener una amplia circulación y provocar casi trescientas réplicas impresas, el número de ejemplares efectivamente vendidos fue reducido, y los que ganaban con ese tipo de obras eran los libreros.(11)

Pero por otra parte le dio entrada a muchas casas y fincas aristocráticas que estaban abiertas para los intelectuales de moda. Rousseau podía, y a veces lo hizo, ganarse la vida como copista de música (tenía una hermosa caligrafía) pero después de 1750 siempre estuvo en una posición que le permitía vivir gracias a la hospitalidad de la aristocracia, excepto (como ocurría a menudo) cuando elegía organizar disputas feroces con quienes la dispensaban. Tomó por oficio el de escritor profesional. Siempre fue fértil en ideas y, cuando se lo proponía, escribía con facilidad y bien. Pero el impacto de sus libros, al menos durante su vida y por mucho tiempo después, varió notablemente.(12)

Su Contrato social, que generalmente se supone resume su filosofía madura, comenzado en 1752 y publicado finalmente diez años después, casi no fue leído en vida del autor, y hasta 1791 había sido reimpreso una sola vez. Un examen de quinientas bibliotecas contemporáneas reveló que sólo una poseía un ejemplar. La investigadora Joan Macdonald, que revisó 1114 panfletos políticos publicados entre 1789 y 1791, encontró sólo doce referencias a la obra.(13) Como señaló: “Es necesario distinguir entre el culto a Rousseau y la influencia de su pensamiento político.” El culto, que comenzó con el ensayo premiado y siguió creciendo en magnitud, se centró alrededor de dos libros. El primero fu su novela La nouvelle Héloîse, subtitulada Cartas de dos amantes, y la Clarissa de Richardson. La historia del cortejo, seducción, arrepentimiento y castigo de una joven está escrita con una extraordinaria habilidad para atraer tanto el interés libidinoso de los lectores, especialmente mujeres – y en especial el creciente mercado de mujeres de clase media-, como su sentido de la moral. El texto es a veces muy franco para la época, pero el mensaje final es correcto en grado sumo. El arzobispo de parís acusó a la novela de “insinuar el veneno del deseo mientras aparenta proscribirlo”, pero esto sólo sirvió para aumentar su venta, al igual que el lenguaje astutamente elegido del prefacio de Rousseau, en el que afirma que la niña que lee una sola página de la obra perderá su alma, añadiendo, sin embargo, que “las niñas castas como las señoras de familias respetables la leían y se defendía citando sus conclusiones altamente morales. En pocas palabras, era un best seller natural, y en eso se convirtió, pese a que la mayoría de los ejemplares comprados correspondían a ediciones piratas.

El culto de Rousseau se intensificó en 1762 con la publicación de Emile, en la que se lanzó la miríada de ideas sobre la naturaleza y la respuesta del hombre a ella, que habrían de convertirse en el pan cotidiano de la época romántica, pero que en ese momento eran originales. Además este libro estaba brillantemente construido para lograr el mayor número posible de lectores. Pero en un punto Rousseau se pasó de listo. Formaba parte de su creciente atractivo como profeta de la verdad y la virtud el señalar los límites de la razón y aceptar que la religión tiene un lugar en el corazón de los hombres. Fue así como incluyó en Emile un capítulo titulado “Profesión de fe” en el que acusaba a los otros intelectuales de la Ilustración, en particular a los ateos o meros deístas, de ser arrogantes y dogmáticos, “profesando hasta en su así llamado escepticismo saberlo todo”, sin importarles el daño que causan a los hombres y mujeres decentes al minar la fe: “destruyen y pisotean todo lo que los hombres reverencian, roban a los sufrientes el consuelo que reciben de la religión y eliminan la única fuerza que contiene las pasiones de los ricos y de los poderosos.” Era un material altamente efectivo, pero para equilibrarlo Rousseau sintió que era necesario criticar también a la iglesia institucionalizada, especialmente su culto a los milagros y su apoyo a la superstición. Esto fue por demás imprudente, en especial porque Rousseau, para frustrar a los editores piratas, asumió el riesgo de firmar la obra. Ya resultaba sospechoso a los ojos de los eclesiásticos franceses como un renegado por partida doble: habiéndose convertido al catolicismo luego retornó al calvinismo, a fin de recobrar su ciudadanía ginebrina. Así fue como ahora el Parlement de París, dominado por jansenistas, objetó seriamente los sentimientos anticatólicos del Emile, hizo que el libro se quemara frente al Palais de Justice y libró una orden de arresto contra Rousseau. Se salvó por una oportuna advertencia de amigos de las altas esferas. A partir de ese momento y por algunos años fue un fugitivo. Porque también los calvinistas objetaron el Emile y, aun fuera de territorio católico, se vio obligado a ir de pueblo en pueblo. Pero nunca careció de protectores poderosos, en Gran Bretaña, (donde pasó quince meses entre 1766 y 1767) y también en Francia, donde vivió de 1767 en adelante. Durante la última década de su vida el estado perdió interés por él, y sus principales enemigos fueron otros intelectuales, muy en especial Voltaire. Para responderles Rousseau escribió sus Confessions, completadas en París, donde se estableció finalmente en 1770. No se atrevió a publicarlas, pero fueron ampliamente conocidas a raíz de las lecturas que ofrecía en los salones de moda. En la fecha de su muerte en 1778 su fama estaba en la aurora de un nuevo resurgimiento, consumado cuando los revolucionarios tomaron el poder.

Por lo tanto, Rousseau gozó, aun en vida, de un éxito considerable.

Para el observador moderno carente de prejuicios no parece que tuviera muchos motivos de queja. Sin embargo. Rousseau fue uno de los mayores quejosos de la historia de la literatura. Insistió en que su vida había estado llena de desgracias y persecuciones. Reitera el agravio tan a menudo y en términos tan desgarradores, que uno se siente obligado a creerle. Sobre un punto fue terminante: sufría de una mala salud crónica. Era un “infeliz desafortunado y desgastado por la enfermedad… batallando cada día de mi vida entre el dolor y la muerte.” No había “podido dormir durante treinta años”. “La naturaleza”, añadía, “que me ha formado para el sufrimiento, me ha dado una constitución a prueba del dolor a fin de que, incapaz de agotar mis fuerzas, éste puede hacerse sentir siempre con la misma intensidad.” (14)

Es cierto que siempre tuvo problemas con su pene. En una carta a su amigo el doctor Tronchin, escrita en 1775, se refiere a “la malformación de un órgano, con la que nací”. Su biógrafo Lester Crocker escribe después de un cuidado diagnóstico: “Estoy convencido de que Jean Jacques nació víctima de hipospadias, una deformación del pene en la que la uretra se abre en algún punto de la superficie ventral”(15) . En su madurez esto se convirtió en un pronunciado estrechamiento que requería el uso de un catéter, lo que agravó el problema tanto psicológica como físicamente. Sentía constantemente necesidad de orinar, y esto ocasionaba inconvenientes cuando alternaba con la alta sociedad: “Aún me estremezco cuando pienso en mí mismo”, escribió, “rodeado de damas, obligado a esperar que hubiese terminado una conversación agradable… Cuando por fin encuentro una escalinata bien iluminada hay otras damas que me entretienen, luego un patio lleno de carruajes en constante movimiento listos a aplastarme, doncellas que me miran, lacayos contra las paredes que se ríen de mí. No encuentro una sola pared o miserable rinconcito adecuado a mi propósito. En resumen, sólo puede orinar a la vista y paciencia de todos y sobre las medias blancas que cubren alguna pierna noble.”(16)

El pasaje está cargado de autocompasión y sugiere, junto con muchos otros testimonios, que la salud de Rousseau no era tan mala como él la presenta. En ocasiones, cuando conviene a su argumento, destaca su buena salud. Su insomnio era en parte fantasía, ya que distintas personas dan testimonio de sus ronquidos. David Hume, que le acompañó en el viaje a Inglaterra, escribió: “Es uno de los hombres más saludables que haya conocido. De noche pasó diez horas sobre cubierta con un clima tan riguroso que todos los marinos casi se quedaron congelados, y él no sufrió daño alguno.” (17)

La preocupación constante por su salud, justificada o no, fue el motor que originó la autocompasión que llegó a atraparle y a alimentarse de cada episodio de su vida. A una edad muy temprana desarrolló la costumbre de contar lo que llamaba su “historia” a fin de despertar compasión, en especial la de mujeres de buena cuna. Se llamaba a sí mismo “el más desdichado de los mortales”, hablaba de “el amargo sino que persigue mis pasos.” Sostenía que “pocos hombres han derramado tantas lágrimas” e insistía: “mi destino es tal que nadie se atrevería a describirlo, y nadie lo creería”.

En realidad, él lo describió a menudo, y muchos lo creyeron, hasta que supieron algo más sobre su personalidad. Aún entonces, con frecuencia quedaba un resto de compasión. Madame d´Epinay, una protectora a la que trató abominablemente, dijo después de desengañarse: “Todavía me siento conmovida por la manera sencilla y original en que relataba sus infortunios.” Era lo que en los ejércitos llaman un veterano, un avezado estafador psicológico. No nos sorprende descubrir que de joven escribía cartas suplicantes, una de las cuales aún se conserva. La dirigió al gobernador de Saboya y en ella reclama una pensión con la excusa de que sufre una espantosa enfermedad desfigurante y pronto morirá.(18)

Tras la autocompasión había un egoísmo arrollador, el sentimiento de que era completamente diferente a los demás hombres tanto por sus sufrimientos como por sus virtudes. Escribió: “¿Qué pueden tener en común vuestras desgracias con las mías? Mi situación es única, nunca se dio nada igual en toda la historia del mundo…” En la misma vena, “Aún no ha nacido la persona que pueda amarme como yo amo.” “Nadie tuvo jamás mayor capacidad para amar.” “Nací para ser el mejor amigo que jamás haya existido.” “Dejaría esta vida con aprensión si llegara a conocer a un hombre mejor que yo.” “Mostradme a un hombre mejor que yo, un corazón más amante, más tierno, más sensible…” “La posteridad me honrará… porque es lo que me corresponde.” “Me regocijo de mí mismo” “mi consuelo radica en mi autoestima”. “… Si hubiera tan sólo un gobierno ilustrado en Europa, me hubiera erigido estatuas”.(19) No sorprende que Burke declarara: “La vanidad era el vicio que poseía a un extremo rayano casi en la locura.”

Parte de la vanidad de Rousseau era considerarse incapaz de emociones bajas. “Me siento demasiado superior para odiar.” “Me amo demasiado para poder odiar a alguien.” “Nunca he conocido las pasiones odiosas, jamás tuvieron cabida en mi corazón los celos, la maldad, la venganza,… en ocasiones la ira, pero nunca soy ladino y nunca guardo rencor.” En realidad solía guardar rencores y era taimado para mantenerlos vivos. Los hombres se daban cuenta. Rousseau fue el primer intelectual en proclamarse, repetidas veces, el amigo de toda la humanidad. Pero amando como amaba a la humanidad en general, desarrollo una fuerte propensión a pelearse con seres humanos en particular. Una de sus víctimas, su ex amigo el doctor Tronchin, de Ginebra, se quejó: “¿Cómo es posible que el amigo de la humanidad ya no sea el amigo de los hombres, o lo sea en muy pequeña medida?” Al replicar, Rousseau defendió su derecho de administrar reprimendas a quienes lo merecían: “Soy amigo de la humanidad, y los hombres se encuentran en todas partes. El amigo de la verdad también encuentra hombres malévolos en todas partes, y no necesito ir muy lejos.”(20) Al ser un egoísta Rousseau tendía a equiparar la hostilidad hacia él con la hostilidad hacia la verdad y la virtud en cuanto tales. De ahí que nada fuera demasiado malo para sus enemigos: la existencia de éstos le daba sentido a la doctrina del castigo eterno: “No soy feroz por naturaleza”, le dijo a Madame d´Epinay, “pero cuando veo que no hay justicia en este mundo para estos monstruos, me gusta pensar que hay un infierno esperándolos”(21)

Ya que Rousseau era vanidoso, egoísta y peleador, ¿cómo pudo ser que tantas personas estuviesen dispuestas a ser sus amigos? La respuesta a esta pregunta nos lleva al meollo de su personalidad y de su significado histórico. En parte por accidente, en parte por instinto, en parte deliberadamente, fue el primer intelectual en explotar sistemáticamente el sentimiento de culpa de los privilegiados. Y lo hizo, además, de una forma enteramente nueva, por el uso sistemático de la grosería. Fue el prototipo de esa figura característica de la edad moderna, el Joven Iracundo. Por naturaleza no era antisocial. En realidad desde una edad temprana quiso brillar en sociedad. En especial quería las sonrisas de las mujeres de sociedad. “Las costureras”, escribió, “las criadas, las vendedoras de tienda no me tentaban. Necesitaba damas jóvenes.” Pero era un provinciano cabal e incorregible, en muchos sentidos pesado, de malos modales. Sus intentos iniciales por entrar en sociedad en la década de 1740 haciendo su mismo juego fueron fracasos totales; su primera tentativa de obtener los favores de una mujer casada fue un desastre humillante.(22)

Sin embargo, cuando el éxito de su ensayo le reveló las ricas recompensas a obtener por jugar la carta de la naturaleza, invirtió sus tácticas. En vez de ocultar su pesadez, la destacó. Hizo de ella una virtud. Y la estrategia resultó. Entre los miembros mejor instruidos de la nobleza francesa, a quienes el viejo sistema de los privilegios de clase les hacía sentirse cada vez más incómodos, ya era habitual cultivar a los escritores como talismanes contra ese mal. El crítico social contemporáneo C.P. Duclos escribió: “Entre los grandes señores hasta aquellos que en realidad no gustan de los intelectuales simulan hacerlo, porque está de moda”. La mayoría de los escritores así favorecidos buscaron imitar a sus superiores. Al hacer lo contrario, Rousseau se convirtió en un invitado mucho más interesante, y por ello deseable, de sus salones; un Salvaje de la Naturaleza u “Oso”, como gustaban llamarle, brillante e inteligente en grado sumo. Deliberadamente destacaba el sentimiento en oposición a la convención, el impulso del corazón antes que los buenos modales. “Mis sentimientos”, dijo, “son tales que no deben ser disfrazados. Me dispensan de ser cortés.” Admitía que era “tosco, desagradable y grosero por principio. No doy dos centavos por vuestros cortesanos. Soy un bárbaro. “O de nuevo: “Tengo cosas en mi corazón que me absuelven de ser bien educado.”(23)

Este enfoque iba muy bien con su prosa, que era mucho más sencilla que los pulidos períodos de la mayoría de los escritores contemporáneos. Su espontaneidad convenía admirablemente a su tratamiento franco del sexo (La nouvelle Héloîse fue una de las primeras novelas en mencionar prendas tales como los corsés de mujer). Rousseau subrayaba su rechazo visible por las normas sociales con una simplicidad estudiada y un descuido en el vestir que con el tiempo se convirtió en la característica de todos los jóvenes románticos. Más adelante anotó: “Comencé mi reforma por la vestimenta. Abandoné el encaje dorado y las medias blancas y usé una peluca redonda. Abandoné mi espada y vendí el reloj”. Luego siguió el pelo más largo, lo que llamó “mi habitual estilo descuidado con una barba mal afeitada”. Fue el primer intelectual hirsuto. A lo largo de los años estudió una serie de recursos de sastrería para atraer sobre sí la atención pública. Allan Ramsay lo pintó en Neuchâtel vistiendo una túnica Armenia, una especie de caftán. La usaba hasta para ir a la iglesia. Los lugareños pusieron objeciones al principio, pero al final se acostumbraron y con el tiempo se convirtió en un distintivo de Rousseau. Durante su célebre visita a Inglaterra la llevó en el teatro Drury Lane, y se mostró tan ansioso por responder a los aplausos de la muchedumbre que la señora Garrick tuvo que aferrarse a la túnica para evitar que se cayera del palco.(24)

Conscientemente o no logró promocionarse muy bien: sus excentricidades, sus rusticidades en sociedad, su extremismo personal, hasta sus peleas atraían una atención enorme y eran indudablemente parte de su atractivo tanto para sus protectores aristocráticos como para sus lectores y los adictos a su culto. Es un hecho significativo, como veremos, que las relaciones públicas personales habían de convertirse, gracias en buena medida a peculiaridades de la vestimenta y el aspecto, en un factor importante del éxito de numerosos líderes intelectuales. Rousseau abrió rumbos en éste como en muchos otros aspectos. ¿Quién puede decir que estaba equivocado? La mayoría de las personas se resisten a las ideas, en especial si son nuevas. Pero se sienten fascinadas por la personalidad. Una personalidad extravagante puede contribuir a dorar la píldora e inducir al público a fijarse en obras que tratan sobre las ideas.

Como parte de su técnica para asegurarse publicidad, atención y favor, Rousseau, que distaba de ser un mal psicólogo, hizo una virtud del más repelente de los vicios, la ingratitud. Para él no era ningún defecto. Si bien profesaba la espontaneidad, en realidad era un hombre calculador; y como se persuadió a sí mismo de que en lo moral era literalmente el mejor de los seres humanos, se seguía lógicamente que los otros era aún más calculadores, y por peores motivos, que él. Por lo tanto en cualquier trato que tuviesen con él buscaría aprovecharse, y por eso debía esforzarse para ganarles de mano. La base sobre la cual negociaba con otros era entonces muy simple: ellos daban, él tomaba. Reforzaba esto con un argumento audaz: debido a su carácter único, cualquiera que le ayudara en realidad se hacía un favor a sí mismo. Estableció el patrón en su respuesta a la cara de la Academia en la que le comunicaban el premio. Su ensayo, escribió, había adoptado la vía impopular de la verdad, “y por vuestra generosidad al honrar mi coraje os habéis honrado vosotros mismos aún más. Si, Caballeros, lo que habéis hecho por mi gloria es una corona de laureles añadida a la vuestra.”. Utilizó la misma técnica cuando la fama le trajo ofrecimientos de hospitalidad; en realidad se hizo carne en él. Primero insistió en que esa benevolencia no era más que lo que le correspondía.”Como hombre enfermo tengo derecho a la indulgencia que la humanidad debe a los que padecen dolor”

O: “Soy pobre… y merezco un favor especial.” A continuación procede a aceptar la ayuda, lo que hará bajó presión y le resulta muy penoso: “Cuando me rindo a prolongados requerimientos, repetidos una y otra vez, y acepto un ofrecimiento, lo hago para lograr paz y tranquilidad antes que por mi propio beneficio. No importa cuánto le pueda costar al dador, en realidad queda en deuda conmigo… porque a mí me cuesta más.” Así las cosas, tenía derecho a imponer sus propias condiciones para aceptar, digamos, el préstamo de un cottage omé o un pequeño château. No tomaba sobre sí ningún tipo de obligaciones sociales, puesto que “mi ideal de felicidad es…nunca hacer nada que no desee hacer.” Por lo tanto le escribe a un anfitrión: “Debo insistir en que me deje en completa libertad.” “Si me causa la menor incomodidad nunca volverá a verme.” Sus cartas de agradecimiento (si se las puede llamar así) podían ser documentos desagradables: “Le agradezco, escribió a alguien, la visita que me ha permitido hacer, y mi agradecimiento sería más cálido si no se me hubiera hecho pagar un precio tan alto por hacerla.(25).

Tal como ha señalado uno de sus biógrafos, Rousseau siempre preparaba pequeñas trampas para la gente. Destacaba sus problemas y su pobreza, y luego, cuando le ofrecían ayuda, simulaba una sorpresa ofendida, incluso indignación. Así: “Su propuesta congeló mi corazón. Cómo confunde sus propios intereses cuando trata de hacer de un amigo una ayuda de cámara.” Añade: “No me niego a escuchar lo que desea proponerme, siempre y cuando entienda que no estoy en venta.”. Este posible anfitrión así descolocado era entonces inducido a reformular su invitación según las condiciones de Rousseau.(26) Una de las habilidades psicológicas de Rousseau era la de persuadir a la gente, y no en menor grado por cierto a sus superiores en la escala social, de que las fórmulas manidas de agradecimiento no entraban en su vocabulario. Es así como escribió al Duc de Montmorency Luxembourg, que le había prestado un château: “Ni le alabo ni le doy las gracias, pero vivo en su casa. Cada uno tiene su propio lenguaje; lo he dicho todo en el mío.” La estrategia funcionó a la perfección y la duquesa contestó disculpándose: “No es usted quien debe agradecernos, somos el Mariscal y yo quienes estamos en deuda con usted.”(27)

Pero Rousseau no estaba dispuesto a llevar una existencia placentera al estilo de Harold Skimpole. Era demasiado complicado e interesante para eso. Junto a su veta de cálculo frío y reflexivo había un elemento real de paranoia que no le permitía llevar una vida fácil de parasitismo egoísta. Se peleaba con ferocidad y por lo general para siempre con prácticamente cualquiera que tuviera trato estrecho con él, y en especial con quienes le ofrecían su amistad; y es imposible estudiar el relato penoso y reiterativo de esta trifulcas sin llegar a la conclusión de que era un hombre mentalmente enfermo.

Esta enfermedad cohabitaba con una mente de una genialidad grande y original, y la combinación era muy peligrosa tanto para Rousseau como para los demás. El convencimiento de poseer una rectitud total era naturalmente un síntoma primario de su enfermedad, y si Rousseau hubiese carecido de talento podría haberse curado solo o, en el peor de los casos, no haber pasado de ser una pequeña tragedia personal.

Pero sus maravillosas dotes como escritor le atrajeron la aceptación, la celebridad, e incluso la popularidad. Para él eso fue prueba de que su convencimiento de que tenía razón no era un juicio subjetivo, sino el del mundo entero, excluidos, claro está, sus enemigos.

Estos enemigos eran en todos los casos ex amigos o benefactores que, bajo el disfraz de la amistad (razonaba Rousseau después de haber roto con ellos) habían buscado explotarle y destruirle. La noción de la amistad desinteresada le era ajena; y como era mejor que los demás hombres y era incapaz de sentir semejante impulso, entonces a fortiori no podían sentirlo los demás. En consecuencia, las acciones de todos sus “amigos” eran cuidadosamente analizadas por él desde el comienzo, y en el momento en que daban un paso en falso ya estaba sobre aviso. Se peleó con Diderot, a quien le debía más que a nadie. Se peleó con Grimm. Tuvo una ruptura particularmente salvaje y dolorosa con Madam d´Epinay, su benefactora más cálida. Se peleó con Voltaire (esto no era tan difícil). Se peleó con David Hume, que le había aceptado según su propia estimación como un mártir literario, le llevó a Inglaterra donde le preparó un recibimiento de héroe e hizo todo lo que estaba a su alcance para que la visita fuera un éxito y Rousseau se sintiera contento. Hubo docenas de peleas por ejemplo con su amigo ginebrino el doctor Tronchin. Rousseau subrayó casi todas sus peleas importantes con la de composición de una gigantesca carta de reconvención. Estos documentos se cuentan entre sus obras más brillantes, milagros de habilidad forense en las que la prueba está astutamente instrumentada, la historia rescrita y la cronología enmarañada con soberbia astucia a fin de probar que el destinatario es un monstruo. La carta que escribió a Hume el 10 de julio de 1766 consta de dieciocho folios (equivalentes a veinticinco páginas de texto impreso) y ha sido descrita por el biógrafo de Hume como “coherente con la total coherencia lógica de la locura. Queda como uno de los documentos más brillantes y fascinantes jamás producidos por una mentalidad alterada”(28)

Rousseau llegó gradualmente a creer que estos actos individuales de enemistad por parte de hombres y mujeres que habían simulado amarle no eran hechos aislados, sino parte de un esquema interconectado. Todos eran agentes de un complot a largo plazo con ramificaciones, para frustrarle, molestarle y hasta destruirle y perjudicar su obra. Después de echar un vistazo atrás sobre su vida decidió que la conspiración se remontaba a los días en que, a los dieciséis años, era lacayo de la Comtesse de Vercellis: “Creo que a partir de esa época sufrí la acción malintencionada de intereses secretos que desde entonces siempre me ha frustrado y me ha producido una aversión por el régimen aparentemente responsable de ella.” Los hechos indican que en realidad a Rousseau le trataron bastante bien en comparación de lo que ocurrió con otros intelectuales. Sólo hubo un intento de arrestarle, y el censor en jefe, Maesherbes, por lo general hizo todo lo posible por conseguir que sus obras se publicaran. Pero la impresión que tenía Rousseau de ser la víctima de una red internacional creció, en especial durante su visita a Inglaterra. Se convenció de que en ese momento Hume era el cerebro del complot, con la ayuda de decenas de ayudantes. Llegó a escribirle a Lord Camden, el Lord Canciller, explicando que su vida corría peligro y exigiendo una escolta armada para poder salir del país. Pero no es inusual que los lores cancilleres reciban cartas de locos, y Camden no tomó ninguna medida. El comportamiento de Rousseau en Dover justo antes de su partida fue histérico; subió un barco a la carrera, se encerró en un camarote, saltó sobre un poste y se dirigió a la muchedumbre con la afirmación increíble de que Thérése era ahora parte del plan y trataba de retenerle en Inglaterra por la fuerza.(29)

De vuelta en el continente, se le dio por clavar carteles en la puerta de su casa con listas de sus agravios contra distintos sectores de la sociedad que creía unidos en su contra: sacerdotes, intelectuales de moda, el pueblo común, las mujeres, los suizos. Se convenció de que el Duque de Choiseul, ministro de relaciones exteriores en Francia, se había hecho cargo en persona de la conspiración internacional y pasaba buena parte de su tiempo organizando la vasta red de gente cuya tarea era hacer desgraciada la vida de Rousseau. Los acontecimientos públicos, como la toma de Córcega de los franceses, para la que él había escrito una constitución, fueron ingeniosamente entretejidos dentro de la saga. Curiosamente, fue a petición de Choiseul como Rousseau produjo para los nacionalistas polacos una constitución similar a la destinada a una Polonia independiente, y cuando Choiseul cayó en 1770, Rousseau se sintió perturbado: ¡otra jugada sinistra! Rousseau afirmó que jamás pudo descubrir el delito originario (fuera de su identificación con la verdad y la justicia) por el que “ellos estaban decididos a castigarle. Pero no había duda sobre los detalles del complot: era “inmenso, inconcebible.” “Construirán a mi alrededor un cerco impenetrable de penumbra. Me enterrarán vivo en un ataúd… Si viajo, todo estará preparado por anticipado para vigilarme dondequiera que vaya. Se pasará el dato a pasajeros, cocheros, posaderos… A lo largo de mi camino se difundirá un horror tal de mi persona que con cada paso que dé, con cada cosa que vea, mi corazón se verá desgarrado.” Sus últimas obras, los Dialogues avec moi-même (comenzados en 1772) y sus Rêveríes du promeneur solitaire (1776) reflejan esta manía persecutoria. Cuando terminó los dialogues se convenció de que “ellos” planeaban destruirlos, y el 24 de febrero de 1776 fue a la catedral de Notre Dame con la intención de pedir santuario para el manuscrito y depositarlo en el altar mayor. Pero encontró la puerta del coro misteriosamente cerrada con llave. ¡Sinistro!. De modo que hizo seis copias y las depositó supersticiosamente en manos diferentes; una fue a manos de la señorita Brooke Boothby, de Lichfield, la marisabidilla amiga del doctor Johnson, y fue ella quien primero los publicó en 1780. Para ese entonces, naturalmente, Rousseau ya había ido a la tumba, siempre convencido de que miles de agentes le buscaban.(30)

Para quien la sufre, el padecimiento mental causado por esta forma de locura es muy real y es imposible no sentir piedad por Rousseau algunas veces. Por desgracia no es tan fácil hacerle a un lado. Fue uno de los escritores más influyentes de todos los tiempos. Se presentó a sí mismo como el amigo de la humanidad y, en especial, como el campeón de los principios de la verdad y la virtud. Fue, y todavía lo es, ampliamente aceptado como tal. Por eso es necesario examinar más de cerca su propia conducta como decidor de la verdad y hombre virtuoso. ¿Qué es lo que encontramos? El tema de la verdad es particularmente importante, porque después de su muerte Rousseau fue más conocido por sus Confessions. Estas fueron un esfuerzo autoproclamado por decir, de un modo jamás antes intentado, toda la verdad íntima sobre la vida de un hombre. Este libro era un nuevo tipo de autobiografía ultraveraz, así como la vida del doctor Johnson escrita por James Boswell, publicada diez años después, en 1771, fue un nuevo tipo de biografía ultraexacta.

Rousseau proclamó sin cortapisas la veracidad absoluta de su libro. Durante el invierno de 1770-1771 hizo lecturas públicas del libro, en salones atestados, que duraban de quince a dieciséis horas, con intervalos para las comidas. Sus ataques a las víctimas eran tan insufribles que una de ellas, Madame d´Epinay, pidió a las autoridades que las hicieran cesar. Rousseau aceptó desistir, pero en la última lectura añadió estas palabras: “He dicho la verdad… Si alguien sabe de hechos que contradigan lo que acabo de decir… (quienquiera) examine con sus propio ojos mi naturaleza, mi carácter, conducta, inclinaciones, placeres, hábitos, y pueda creerme un hombres deshonesto, es él mismo un hombre que merece ser estrangulado.” Esto produjo un silencio impresionante.

Rousseau reafirmó su título como decidor de verdades afirmando tener una memoria soberbia. Lo que es más importante, convenció a los lectores de que era sincero por ser el primer hombre que revelaba detalles de su vida sexual, no con una actitud machista de vanagloria, sino por el contrario, con vergüenza y renuencia. Como dice con razón refiriéndose al “oscuro y sucio laberinto” de sus experiencias sexuales, lo más difícil de contar no es aquello que es criminal, sino aquello que nos hace sentir ridículos y avergonzados.” ¿Pero hasta qué punto era genuina la renuencia? En Turín vagaba cuando era joven por calles oscuras y poco transitadas y exhibía su trasero desnudo a las mujeres: “El placer estúpido que me producía exhibirlo antes sus ojos es indescriptible.” Rousseau era un exhibicionista natural, tanto en lo sexual como en otros aspectos, y hay un cierto deleite en la forma en que relata su vida sexual. Describe su masoquismo, cómo gozaba al ser zurrado en su trasero desnudo por la estricta hermana del pastor, Mademoiselle Lambercier, portándose mal adrede para provocar el castigo, y cómo también alentaba a una chica mayor, Mademoiselle Groton, a zurrarle: “Yacer a los pies de una ama dominante, obedecer sus órdenes, pedirle perdón, esto era para mi un dulce placer.”(31) Cuenta cómo, de niño, comenzó a masturbase. Defiende la masturbación porque evita que los jóvenes contraigan enfermedades venéreas y porque, “Este vicio que el pudor y la timidez encuentran tan conveniente tiene más de un atractivo para las imaginaciones despiertas: les permite someter a todas las mujeres a sus caprichos y hacer que la belleza sirva al placer que los tienta sin obtener su consentimiento.”(32)

Relató el intento de un homosexual por seducirlo en el hospicio de Turín(33) Admitió que había compartido los favores de Madame de Warens con su jardinero. Describió cómo fue incapaz de hacer el amor con una chica cuando descubrió que carecía de pezón en un pecho y cómo ella le echó furiosa. Confiesa haber vuelto a la masturbación, ya mayor, como más conveniente que el ejercicio de una vida amorosa activa. Da la impresión, en parte intencionadamente y en parte inconscientemente, de que su actitud hacia el sexo permaneció esencialmente infantil; Madame de Warens, su amante, es siempre “Maman”.

Estas admisiones perjudiciales hacen crecer la confianza en su respeto por la verdad, y la refuerza al narrar otros episodios vergonzosos, no de carácter sexual, que involucran robos, mentiras, cobardía y deserción. Pero en esto había algo de astucia. Sus acusaciones contra sí mismo hacen mucho más convincentes las subsiguientes acusaciones contra sus enemigos. Como señalo furioso Diderot, “Se describe a sí mismo bajo una apariencia odiosa para dar a sus imputaciones injustas y crueles una semblanza de verdad.” Además, las autoacusaciones son engañosas porque en cada acusación crucial la admisión lisa y llana es seguida por una exculpación hábilmente presentada, de modo que el lector termina por simpatizar con él y darle crédito por su honradez sin tapujos.(34) Y hay más, las verdades que presenta Rousseau a menudo resultan ser verdades a medias: su sinceridad selectiva es en algunos sentidos el lado más honesto tanto de sus Confessions como de sus cartas. Los “hechos” que admite con tanta franqueza a menudo surgen, a la luz de investigaciones modernas, como inexactos, distorsionados o inexistentes. Esto a veces resulta claro simplemente a partir de sus propios textos. Es así como presenta dos relatos completamente distintos de la proposición homosexual, en Emile y en las Confessions. Su memoria infalible era una fábula. Se equivoca respecto al año de la muerte de su padre y le describe como “de alrededor de sesenta”, cuando en realidad tenía setenta y siete. Miente acerca de casi todos los detalles de su estancia en el hospicio de Turín, uno de los episodios más cruciales de su juventud. Surge gradualmente que ninguna de las afirmaciones de las Confessions es de fiar si no está apoyada por pruebas externas. Ciertamente es difícil no estar de acuerdo con uno de sus críticos más modernos más completos, J. H. Huizinga, en que las insistentes afirmaciones de verdad y sinceridad en sus Confessions tornan sus distorsiones y falsedades particularmente vergonzosas “cuanto más atentamente se leen y releen, cuanto más profundamente se bucea en esta obra, más estratos de ignominia se hacen visibles.”(35) Lo que hace tan peligrosa la falta de veracidad de Rousseau, lo que hizo que sus ex amigos temieran con tanto razón sus invenciones, era la habilidad y lucidez diabólica con que las presentaba.

Todos estos relatos de sus peleas (como en el episodio veneciano) tiene una fuerza de persuasión, una elocuencia y un aire de sinceridad irresistibles; después los hechos caen como un mazazo.(36)

Ya basta respecto de la devoción de Rousseau por la verdad. ¿Qué hay de su virtud? Muy pocos de nosotros llevamos vidas que soportarían sin mengua un escrutinio minucioso, y hay algo de mezquino en someter la vida de Rousseau, puesta horriblemente al desnudo por la actividad de miles de estudiosos, a un juicio moral. Pero teniendo en cuenta sus pretensiones, y más aún su influencia sobre la ética y el comportamiento, no hay alternativa. Era un hombre, decía él, nacido para amar, y enseño la doctrina del amor con más persistencia que la mayoría de los eclesiásticos.

¿Hasta dónde, entonces, expresó su amor por aquellos que la naturaleza había colocado más cerca de él? La muerte de su madre le privó desde su nacimiento de una vida de familia normal. No podía tener ningún sentimiento por ella, del tipo que fuera, dado que nunca la conoció. Pero no mostró afecto alguno, ni siquiera interés, por otros miembros de su familia. Su padre no significó nada para él, y su muerte fue realmente una oportunidad para heredar. En ese momento revivió la preocupación de Rousseau por su hermano, desaparecido hacía largo tiempo, pero con el único objeto de hacerle certificar por muerto a fin que el patrimonio de la familia pudiera ser suyo. Veía a su familia en términos de efectivo. En las Confessions describe: “una de mis contradicciones aparentes: la unión de una avaricia casi sórdida con el mayor desdén por el dinero.”(37)

En su vida no se encuentra mayor evidencia de este desdén. Cuando se le adjudicó la herencia familiar, describió haber recibido la libranza y, con un supremo esfuerzo de voluntad, haber demorado la apertura de la carta hasta el día siguiente. Entonces: “la abrí con una lentitud deliberada y encontré la orden de pago dentro. Sentí muchos placeres a la vez pero juro que el más agudo fue el de haberme dominado a mí mimo.”(38)

Si ésta fue su actitud hacia su familia natural ¿cómo trató a la mujer que de hecho se convirtió en su madre postiza, Madame de Warens? La respuesta es: con bajeza. Le había rescatado de la indigencia no menos de cuatro veces, pero luego cuando el prosperó mientras ella caía en la pobreza, hizo muy poco por ayudarla. El mismo dice que cuando heredó la fortuna familiar en los años cuarenta le envió “un poco” de dinero, pero se negó a enviar más porque simplemente se lo hubieran apropiado los “pillos” que la rodeaban.(39) Esto era una excusa. Sus peticiones de ayuda posteriores no fueron contestadas. Pasó los dos últimos años de su vida enferma en cama, y su muerte en 1761 pudo deberse a desnutrición. El Comte de Charmette, que conocía a ambos, le fustigó duramente por no “haber devuelto siquiera una parte de lo que le había costado a su generosa benefactora”. Rousseau procedió a ocuparse de ella en sus Confessions, con consumada hipocresía, aclamándola como “la mejor de las mujeres y madres”. Alegó que no le había escrito porque no quería hacerla desgraciada contándole sus problemas. Concluía: “¡Ve, saborea los frutos de tu caridad y prepara para tu discípulo el sitio que espera ocupar algún día a tu lado! Feliz en tus desgracias porque el cielo, al ponerles fin, te ha evitado el espectáculo cruel de las suyas.” Fue típico de Rousseau tratar esa muerte en un contexto puramente egocéntrico.

¿Fue Rousseau capaz de amar a una mujer sin fuertes reservas egoístas? Según su propio relato, “el primer y único amor de toda mi vida” fue Sophie, Comtesse d´ Houdetot, cuñada de su benefactora Madame d´Epinay. Quizá la amara, pero dice que “tomó la precaución” de escribir sus cartas de amor de una forma tal que su publicación fuera tan perjudicial para ella como para él. De Thérése Levasseur, la lavandera de veintitrés años a la que hizo su amante en 1745 y permaneció a su lado treinta y tres años hasta que él murió, dijo que “nunca sentí el menor rastro de amor por ella…” las necesidad sensuales que satisfice con ella eran puramente sexuales y no tenían nada que ver con ella como individuo “Le dijo”, escribió, “que nunca la dejaría y que nunca me casaría con ella.” Un cuarto de siglo después llevó a cabo con ella un seudo matrimonio ante unos pocos amigos, pero aprovecho la ocasión para hacer un discurso sentencioso en el que declaraba que la posteridad le erigiría estatuas y que “Entonces no será un honor vació el haber sido amigo de Jean Jacques Rousseau”

En cierto modo por un lado despreciaba a Thérése como una sirvienta ordinaria y analfabeta, y por otro se despreciaba a sí mismo por juntarse con ella. Acusó a su madre de ser codiciosa y a su hermano de robarle cuarenta y dos camisa finas (no hay prueba alguna de que la familia fueran tan mala como él la pinta). Dijo que Thérése no sólo no podía leer ni escribir, sino que era incapaz de decir que hora era y no sabía qué día del mes era. Nunca salía con ella, y cuando invitaba gente a cenar no le permitía sentarse a la mesa. Ella traía la comida y él “se divertía a sus expensas”. Para divertir a la Duchesse de Montmorency Luxembour compiló una lista de sus solecismos. Hasta algunos de sus amigos encumbrados se escandalizaron por la forma despectiva con que la trataba. Los contemporáneos estaban divididos respecto de ella: algunos la consideraban una chismosa aviesa; los innumerables biógrafos de Rousseau la han pintado con los colores más negros para justificar su conducta mezquina hacia ella. Pero también tuvo o algunos defensores vigorosos.(40)

En realidad, y para hacerle justicia a Rousseau, él también la elogió: “el corazón de un ángel”, “tierna y virtuosa”,”una excelente consejera”, “una muchacha sencilla, sin coqueterías”. La encontraba “tímida y fácil de dominar”. En verdad no está del todo claro si Rousseau la comprendía, probablemente porque estaba demasiado obsesionado consigo mismo para estudiarla. El retrato más fiable de ello lo da James Boswell, quien visitó a Rousseau cinco veces en 1764 y luego acompañó a Therése a Inglaterra.(41) La encontró “una muchacha francesa pequeña, vivaz, pulcra”, la sobornó para obtener un mayor acceso a Rousseau, y se las ingenió para extraerle dos cartas que aquél le había escrito (sólo hay una más).(42) Le revelan a él como afectuoso y a la relación entre ambos como íntima.

Ella le dijo a Boswell: “he estado veintidós años con Monsieur Rousseau. No dejaría mi lugar ni para ser la reina de Francia. “Por otra parte, una vez que Boswell se convirtió en su compañero de viaje la sedujo sin la menor dificultad. El relato paso por paso de la aventura fue eliminado de su diario manuscrito por sus albaceas literarios, quienes marcaron el vacío como “pasaje censurable”. Pero dejaron una oración en la que Boswell había asentado, en Dover: “Ayer por la mañana había ido a la cama muy temprano(al desembarcar) y lo había hecho una vez: trece en total”, y queda lo suficiente de su relato para revelarla como una mujer mucho más sofisticada de lo que la mayoría ha supuesto. La verdad parece ser que estaba dedicada a Rousseau en la mayoría de los aspectos, pero había aprendido del comportamiento de éste a tratarle tal como él la trataba a ella... el afecto más profundo de Rousseau estaba reservado para los animales. Boswell narra una deliciosa escena que presenta a Rousseau jugando con su gato y su perro Sultán. Le dio a Sultán un amor que no podía ofrecer a los seres humanos, y los aullidos de su perro, que llevó consigo a Londres, casi le impidieron asistir a la función especial a beneficio que Garrick había preparado para él en Drury Lane.(43)

Rousseau conservaba y hasta estimaba a Thérése, porque ella podía hacer por él lo que los animales no podían: manejar el catéter para aliviar su estrechez, por ejemplo. No toleraba que terceros se entrometieran en sus relaciones con ella: se enfureció, por ejemplo, cuando un editor le envió un vestido, rápidamente vetó un plan que la hubiera provisto de una pensión que podría haberla independizado de él. En especial no permitía que los niños usurparan sus derechos sobre ella, y esto le llevó a cometer su crimen mayor. Ya que una gran parte de la reputación de Rousseau se debe a sus teorías sobre la educación de los niños (más educación es el tema principal, subyacente en su Discours, Emile, el Contrat Social y hasta en la Nouvelle Héloîsed, es extraño que en la vida real, a diferencia de los escritos, se interesara tan poco por ellos. No hay evidencia alguna de que estudiara a los niños para verificar sus teorías. Afirmaba que nadie gozaba tanto jugando con niños como él, pero la única anécdota que tenemos de él en esa actividad no es tranquilizadora. El pintor Delacroix relata en su Journal (31 de mayo de 1824) que un hombre le contó que había visto a Rousseau en el Jardín de las Tullerías: “La pelota de un niño golpeó la pierna del filósofo. Montó en cólera y persiguió al chico con su bastón.”(44) Por lo que sabemos de su carácter, es improbable que Rousseau pudiera llegar alguna vez a ser un buen padre. Así y todo resulta un golpe muy desagradable saber lo que Rousseau hizo a sus propios hijos.

Thérése tuvo el primero en el invierno de 1746-47, no conocemos su sexo. Nunca tuvo nombre. Con (dice él) “el mayor esfuerzo del mundo”, convenció a Thérése de que el bebé debía ser abandonado “para salvar la honra de ella”. Esta “obedeció con un suspiro”. El colocó una nota en clave entre la ropa del niño y le dijo a la comadrona que dejara el bulto en el Hospital des Enfants-Trouvés. De las otras criaturas que tuvo con Therése se deshizo exactamente de la misma manera, sólo que después del primero no se tomó la molestia de insertar una nota en clave.

Ninguno tuvo nombre. Es improbable que alguno de ellos sobreviviera por mucho tiempo. Una historia de esta institución aparecida en el Mercure de France en 1746 deja en claro que estaba abarrotada de niños abandonados, a razón de más de 3.000 por año. En 1758 el mismo Rousseau observó que el total había aumentado a 5.082. En 1772 promediaba casi 8.000. Dos tercios de los bebés morían antes de cumplir el año. Un promedio de catorce cada cien sobrevivía hasta los siete años, y de éstos cinco llegaba a la madurez, para convertirse en su mayoría en mendigos y vagabundos.(45) Rousseau ni siquiera anotó las fechas de nacimiento de sus cinco hijos y nunca mostró interés alguno por enterarse de su destino, salvo una vez en 1761, cuando creyó que Thérése se estaba muriendo e hizo un intento superficial pronto abandonado de utilizar la clave para averiguar el paradero del primer niño.

Rousseau no podía mantener su conducta en completo secreto, y en varias ocasiones, en 1751 y de nuevo en 1761 por ejemplo, se vio obligado a defenderse en cartas privadas. Luego en 1764 Voltaire, enojado por los ataques de Rousseau contra su ateísmo, publicó un panfleto anónimo, escrito bajo el disfraz de un pastor ginebrino, titulado Le Sentiment des Citoyens. En él le acusaba abiertamente de abandonar a sus cinco hijos, pero también afirmaba que era un sifilítico y un asesino, y el descargo de todas estas acusaciones hecho por Rousseau fue generalmente aceptado. Sin embargo caviló sobre el episodio, y fue uno de los factores que le llevó a escribir sus Confessions, destinadas esencialmente a refutar o atenuar hechos que ya habían tomado estado público. Dos veces en esta obra se defiende en el asunto de los bebés, y vuelve sobre el tema en sus Reveries y en varias cartas. En total sus esfuerzos por justificarse, en público y en comunicaciones personales, se extienden a lo largo de veinticinco años y varían considerablemente. Sólo consiguen empeorar las cosas, porque a la crueldad y el egoísmo suman la hipocresía.(46) Primero culpó al círculo malvado de intelectuales impíos, en el que entonces se movía, de haber metido la idea del orfanato en su cabeza inocente. Además, el tener hijos era un inconveniente. No podía permitirse ese lujo. “¿Cómo podría tener la tranquilidad mental necesaria para mi trabajo con mi buhardilla llena de problemas domésticos y el ruido de los chicos?” Se hubiese visto forzado a rebajarse a trabajos degradantes, “a todos esos actos ignominiosos que me llenan de un horror tan justificado”. “Sé muy bien que ningún padre es más tierno que lo que yo hubiera sido.” “Pero no quería que sus hijos tuvieran contacto alguno con la madre de Therése: “temblaba ante la idea de confiar los míos a esa familia mal educada”. En lo que se refiere a crueldad, “¿cómo podría alguien de su sobresaliente carácter moral ser culpable de semejante cosa?: fervoroso amor por lo grande, lo verdadero, lo hermoso y lo justo; mi horror por el mal, de cualquier clase, mi total incapacidad de odiar o lastimar o siquiera pensar en ello; la emoción dulce y penetrante que siento ante la vista de todo lo que es virtuoso, generoso y afable; ¿es posible, pregunto, que todo esto pueda convivir en el mismo corazón con la depravación que sin el menor escrúpulo pisotea la más dulce de las obligaciones? ¡No! Lo siento y lo afirmo a gritos, ¡es imposible! Nunca, ni por un momento de su vida pudo Jean Jacques haber sido un hombre sin sentimiento, sin compasión o un padre desnaturalizado.”

Establecida su propia virtud, Rousseau estaba obligado a seguir adelante y defender sus acciones con fundamentos más sólidos. En este punto, casi por accidente, nos lleva al meollo tanto de su propio problema personal como de su filosofía política. Corresponde demorarse en el abandono de sus hijos, no sólo porque es el ejemplo más llamativo de su falta de humanidad, sino porque es parte orgánica del proceso que produjo su teoría de la política y del papel del estado. Rousseau se consideraba un niño abandonado. Nunca creció, sino que permaneció toda su vida como un niño dependiente, recurrió a Madame de Warens como a una madre y a Thérése como aya. Hay muchos pasajes en sus Confessions y más todavía en sus cartas que destacan el elemento infantil. Muchos de los que le trataron (Hume por ejemplo) le veían como a una criatura. Empezaban pensando que era un niño inofensivo que podía ser controlado y descubrían a su propia costa que estaban tratando con un delincuente brillante y salvaje. Dado que, en algunos aspectos los sentimientos de Rousseau eran los de un chico, era una consecuencia natural que no podía criar a sus propios hijos. Algo tenía que ocupar su lugar, y ese algo fue el estado, bajo la forma del orfanato.

En consecuencia, argumentaba, lo que hizo fue un “arreglo bueno y sensato”. Era exactamente lo que Platón había propiciado. A los chicos “les iría mucho mejor al no ser criados con consideraciones, ya que esto les haría más vigorosos.” Serían “más felices que su padre”. “Hubiera deseado”, escribió, “y aún lo deseo, haber sido criado y alimentado como lo han sido ellos.” “Si hubiese podido tener la misma suerte.” En resumen, al transferir sus responsabilidades al estado, “pensé que actuaba como ciudadano y padre y me consideré como un miembro de la República de Platón.”

Rousseau afirma que cavilar sobre su conducta hacia sus hijos le llevó finalmente a formular la teoría de la educación que expuso en Emile. También ayudó claramente a dar forma a su Contrato Social, publicado el mismo año. Lo que empezó como un proceso de autojustificación personal para un caso particular -una serie de excusas apresuradas, mal pensadas, para un comportamiento que desde el principio debió reconocer como antinatural– evolucionó gradualmente, a medida que la repetición y una creciente autoestima lo consolidaron como convicciones, hasta convertirse en la proposición de que la educación era la llave del perfeccionamiento social y moral y, por eso, una cuestión que concernía al estado. El estado debe formar la mente de todos, no sólo cuando son niños (como hizo con la de Rousseau en el orfanato) sino como ciudadanos adultos. Por una extraña cadena de infame lógica moral, la iniquidad de Rousseau como padre fue vinculada con su progenie ideológica, el futuro estado totalitario.

La confusión siempre ha rodeado a las ideas políticas de Rousseau, porque fue en muchos aspectos un escritor incongruente y contradictorio (una de las razones por las que la industria Rousseau ha tomado proporciones gigantescas: los académicos viven de resolver “problemas”)

En algunos pasajes de sus obras aparece como un conservador, opositor enérgico de la revolución: “Pensad en los peligros que resultan de movilizar a las masas.” “La gente que hace las revoluciones casi siempre termina por entregarse a seductores que hacen sus cadenas más pesadas que antes.” “No quiero tener nada que ver con conspiraciones revolucionarias que siempre terminan en el desorden, la violencia y el derramamiento de sangre...” “La libertad de toda la raza humana no vale el precio de la vida de un solo ser humano.” Pero sus escritos también abundan en un rencor extremo. “Odio a los grandes, odio su condición, su rigor, su crueldad, sus prejuicios, su mezquindad, todos sus vicios.” Escribió a una gran dama: “Es la clase de los ricos, su clase, la que roba a la mía el pan de mis hijos.” Y admitió tener “un cierto resentimiento contra los ricos y prósperos, como si su riqueza y felicidad hubiesen sido obtenidas a mis expensas.” Los ricos eran “lobos hambrientos que, una vez que han probado carne humana, rechazan cualquier otro alimento.” Sus numerosos y poderosos aforismos, que hacen tan vivamente atractivos a sus libros, en especial para los jóvenes, son de tono extremista. “Los frutos de la tierra nos pertenecen a todos, la tierra misma a ninguno.” “El hombre nace libre y por doquier está con cadenas.” Su artículo “Economía política” en la Encyclopédie resume la actitud de la clase dirigente: “Me necesitáis porque soy rico y vosotros sois pobres. Hagamos un pacto: os permitirá que tengáis el honor de servirme, a condición de que me deis todo lo que os quede en compensación por el trabajo que me tomaré en mandaros.”(47)

Sin embargo, una vez que comprendemos la naturaleza del estado que Rousseau quería crear, sus ideas comienzan a volverse coherentes. Era necesario remplazar la sociedad existente por algo completamente distinto esencialmente igualitario; pero una vez logrado esto, no debía permitirse el desorden revolucionario. Los ricos y los privilegiados, en cuanto fuerza ordenadora, serían remplazados por el estado, personificación de la voluntad general, a quien todos se obligaban por contrato a obedecer. Esa obediencia se tornaría instintiva y voluntaria, ya que el estado, por un proceso sistemático de manejo cultural, les inculcaría la virtud a todos. El estado era el padre, la patria, y todos sus ciudadanos eran los huérfanos del orfanato paternal. De ahí la supuestamente enigmática observación del doctor Johnson, que no se dejó engañar por los sofismas de Rousseau, “El patriotismo es el último refugio de un sinvergüenza.” Es cierto que los ciudadanos-niños, a diferencia de los hijos de Rousseau, originariamente acuerdan someterse al estado-orfanato al entrar libremente en una relación contractual con él. Le dan así, a través de una voluntad colectiva, su legitimidad, y a partir de ese momento no tienen derecho a sentirse constreñidos, ya que, habiendo deseado las leyes, deben amar las obligaciones que éstas imponen.

Pese a que Rousseau habla de la voluntad general en términos de libertad, es esencialmente un instrumento autoritario, un presagio temprano del “centralismo democrático” de Lenin. Las leyes hechas bajo la voluntad general por definición deben tener autoridad moral.

“El pueblo no puede ser injusto cuando se da leyes a sí mismo.” La voluntad general siempre es justa.” Además, si el estado es “bienintencionado” (es decir, si sus objetivos a largo plazo son deseables) la interpretación de la voluntad general puede dejarse sin peligro en manos de los dirigentes porque “saben bien que la voluntad general siempre privilegia la decisión más conducente al interés público”. De ahí que cualquier individuo que se encuentra en oposición a la voluntad general está equivocado: “Cuando la opinión contraria a la mía es la prevaleciente esto simplemente prueba que yo estoy equivocado y que lo que yo creí que era la voluntad general no lo era.” En efecto, “si mi opinión particular hubiese triunfado habría logrado lo opuesto a lo que era mi voluntad, y por lo tanto no habría sido libre.” Aquí estamos casi en la zona fría de Oscuridad al mediodía de Arthur Koestler o del “Newspeak” de George Orwell.

El estado de Rousseau no es meramente autoritario, es además totalitario, ya que ordena cada aspecto de la actividad humana, incluido el pensamiento. Bajo el contrato social el individuo estaba obligado a “enajenarse, con todos sus derechos, a la comunidad total”(es decir, al estado). Rousseau sostenía que allí había un conflicto insoluble entre el egoísmo natural del hombre y sus obligaciones sociales, entre el Hombre y el Ciudadano. Y eso le hacía desdichado. La función del contrato social, y del estado que lo hizo nacer era reintegrarle al hombre su totalidad. “Haced al hombre de nuevo uno , y le haréis de nuevo tan feliz como pueda llegar a ser. Entregadle por entero al estado, o dejadle completamente librado a sí mismo. Pero si dividís su corazón, le partís en dos”. Por lo tanto se debe tratar a los ciudadanos como a niños y controlar su educación y pensamientos, implantando “la ley social en lo profundo de sus corazones”. Entonces llegan a ser “hombres sociales por sus naturalezas y ciudadanos por sus inclinaciones; serán una unidad, serán buenos, serán felices y su felicidad hará la de la república”.

Este procedimiento exigía una sumisión total. La fórmula del juramento original del contrato social para su proyecto de constitución para Córcega reza: “Me uno en cuerpo, bienes, voluntad y todos mis poderes a la nación corsa, otorgándole propiedad sobre mí, sobre mí mismo y todos aquellos que dependen de mí”.(48) El estado podía así “poseer a los hombres y a todos sus poderes”, controlar todos los aspectos de su vida económica y social, que sería espartana, contraria al lujo y no urbana, no pudiendo la gente entrar en las ciudades sin autorización especial. El estado que Rousseau planeó para Córcega fue en varios sentidos un anticipo de aquel que el régimen de Pol Pot trató realmente de crear en Camboya. Y esto no es del todo sorprendente, puesto que los dirigentes del régimen, educados en París, habían absorbido las ideas de Rousseau.

Naturalmente él creía con sinceridad que un estado tal viviría satisfecho, ya que la gente habría sido educada para que le gustara. No usó la expresión “lavado de cerebro”, pero escribió: “Quienes controlan las opiniones de un pueblo controlan sus acciones.”

“Ese control se establece tratando a los ciudadanos desde su infancia como hijos del estado, educados para verse sólo en su relación con el cuerpo del Estado”. “Porque al no ser nada sino gracias a él, no serán nada sino para él”. “Tendrá todo lo que ellos tienen y será todos lo que ellos son.” De nuevo, esto anticipa el núcleo de la doctrina fascista de Mussolini: “Todo en el estado, nada fuera del estado, nada contra el estado”. El proceso de educación era así la clave para el éxito del manejo de la cultura para al aceptación y el éxito del estado. El eje de las ideas de Rousseau era el concepto del ciudadano como hijo y el estado como padre, e insistía en que el gobierno debía tener el control total de la crianza de los niños. Por eso ( y ésta es la verdadera revolución que produjeron las ideas de Rousseau) llevó el proceso político al centro mismo de la existencia humana, al convertir al legislador, que es también un pedagogo, en el nuevo Mesías, capaz de solucionar todos los problemas humanos al crear los Hombres Nuevos. Escribió: “Todo depende, en su raíz, de la política. “ La virtud es el producto de un buen gobierno. “Los vicios no son propios tanto del hombre como del hombre mal gobernado.” El proceso político y el nuevo tipo de estado que hace surgir son los remedios universales para los males de la humanidad.(49) La política lo hará todo. Rousseau preparó el proyecto de las principales ilusiones y locuras del siglo XX.

El renombre de Rousseau en vida, y su influencia después de muerte plantean preguntas inquietantes sobre la credulidad humana, y hasta sobre la propensión humana a rechazar las pruebas que no quiere admitir. La aceptabilidad de lo que Rousseau escribió dependía en gran medida de su estridente pretensión de ser no sólo virtuoso, sino el hombre más virtuoso de su tiempo. ¿Por qué esta pretensión no terminó en el ridículo y la ignominia cuando sus debilidades y vicios fueron no sólo de conocimiento público, sino objeto de debate internacional? Después de todo, quienes le atacaron no eran extraños u opositores políticos, sino ex amigos o colaboradores que en su momento hicieron lo indecible por ayudarle. Sus cargos eran serios y el auto de acusación abrumador. Hume, que una vez le creyó “apacible, modesto, afectuoso, desinteresado y de una sensibilidad exquisita”, decidió, después de una relación más prolongada que era “un monstruo que se veía a sí mismo como el único ser importante del universo”. Diderot, después de una larga relación, lo resumió como “falaz, vanidoso como Satán, desagradecido, cruel, hipócrita y lleno de malevolencia”. Para Grimm era “odioso, monstruoso”. Para Voltaire, “un monstruo de vanidad y vileza”. Los más tristes son los juicios vertidos por mujeres de corazón generoso que le auxiliaron, como Madam d´Epinay, y su inofensivo esposo, cuyas últimas palabras a Rousseau fueron, “No me queda nada para vos salvo lástima.” Estos juicios no se basaron en las palabras del hombre, sin en sus actos, y desde esa época, a lo largo de doscientos años, el enorme material desenterrado por estudiosos ha tendido inexorablemente a corroborarlos. Un académico moderno enumera los defectos de Rousseau: era un “masoquista, exhibicionista. Neurasténico, hipocondríaco, onanista, homosexual latente afectado por el típico impulso hacia los desplazamientos repetidos, incapaz de afecto normal o paternal, paranoico incipiente, un narcisista introvertido vuelto insociable por su enfermedad, lleno de sentimientos de culpa, de una timidez patológica, un cleptómano, infantil, irritable y avaro.”(50)

Semejantes acusaciones, y el abundante despliegue de pruebas sobre el que se basan, casi no hicieron mella en la estima que tuvieron y tienen a Rousseau y a sus obras aquellos sobre los que ejerce una atracción intelectual y emocional. En vida, pese a todas las amistades que destruyó, nunca tuvo dificultad alguna en formar otras nuevas y en reclutar nuevos admiradores, discípulos y grandes personajes que le proveyeran de casas, cenas, y el incienso que anhelaba. Cuando murió fue enterrado en la Île des Peupliers en el lago de Ermononville, que se convirtió rápidamente en un sito de peregrinaje laico para hombres y mujeres de toda Europa. Como el santuario de un santo en la Edad Media. Las descripciones de las payasadas de estos dévots hacen reír: “Caí de rodillas… apreté mis labios contra la fría piedra del monumento… y lo besé repetidamente.”(51) Reliquias tales como su tabaquera y bote de tabaco se conservaban cuidadosamente en “El Santuario”, como se lo conocía. Uno recuerda a Erasmo y a John Colet visitando el gran santuario de Santo Tomás Becket alrededor de 1512 y mofándose de los excesos de los peregrinos. ¿Qué hubieran dicho de “San Rousseau” (como habría de llamarle reverentemente George Sand) trescientos años después de que supuestamente la Reforma acabó con ese tipo de cosas? La veneración continuó mucho tiempo después de que sus cenizas fueran trasladadas al Panteón. Para Kant “su alma tenía una sensibilidad de una perfección inigualada”. Para Shelley era un “genio sublime”. Para Schiller era “un alma que evocaba a Cristo, para quien sólo los ángeles del cielo son compañía apropiada”. John Stuart Mill y George Eliot, Hugo y Flaubert, le rindieron homenaje. Tolstoi dijo que Rousseau y los Evangelios habían sido “las dos grandes y salutíferas influencias en mi vida”. Uno de los intelectuales más influyentes de nuestros propios tiempos, Claude Lévy Strauss, le aclama en Tristes Tropiques, su obra más importante, como “nuestro maestro y nuestro hermano… cada página de este libro podría haber sido dedicada a él si no hubiera sido indigno de su gran recuerdo”(52)

Todo esto es muy desconcertante y sugiere que los intelectuales son tan poco razonables, tan ilógicos y tan supersticiosos como cualquiera. La verdad parece ser que Rousseau fue un escritor de genio, pero irremediablemente desequilibrado tanto en su vida como en sus ideas. Quien mejor lo resume es la mujer que según él fue su único amor, Sophie d¨Houdetot. Vivió hasta 1813, y a una edad muy avanzada dio este veredicto: “Era lo suficientemente feo como para asustarme, y el amor no le hacía más atractivo. Pero era una figura patética y le traté con suavidad y bondad. Fue un loco interesante”.(53)



Notas

1 Ver Joan Macdonald, Rousseau and the French Revolution (Londres 1965)

2 J.H.Huizinga, The Making of a Saint: The Tragic Comedy of Jean Jacques Rousseau (Londres, 1976), págs. 185 ss.

3 Ernest Cassirer, The Philosophy of the Enlightenment (Princeton, 1951) pág. 268

4 Jean Château, Jean Jacques Rousseau: Sa Philosophie de l’éducation (París, 1962) págs. 32 ss.

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