lunes

El vuelo del humor

Los ingeniosos tienen respuestas para todo, poseen un don especial que les hace ser brillantes, insolentes, desinhibidos, y por eso atractivos


Saber contar chistes es un arte al alcance de muy pocos. No solamente requiere ciertas competencias comunicativas -soltura verbal, dominio del gesto, capacidad de síntesis, destreza para la selección de detalles-, sino que tiene que ver también con cierta actitud ante la realidad. Tras las bromas del buen chistoso hay otra manera de ver las cosas distinta de la común, y tal vez es por eso por lo que envidiamos su habilidad: porque más allá de la chispa instantánea se nos figura como poseedor de una ligereza permanente, de una perspectiva liberadora y ágil que le protege frente a la hostilidad del mundo. Es lo que suele entenderse por «ser ingenioso».
El ingenioso tiene respuestas para todo, sabe sacar punta a las realidades más romas, se divierte con aquello que a la mayoría le parece aburrido y encuentra cómico lo que a los demás resulta serio, trágico o siniestro. Anima las fiestas con sus ocurrencias felices. Posee un don especial que le hace ser brillante, insolente, desinhibido, y por eso atractivo.
Pero también recelamos de él. ¿Cómo fiarse de alguien que parece no tomar nada en serio? A los sujetos tocados por el don del ingenio puede ocurrirles que llegado un punto de la función acaben resultando pesados de puro ligeros, que a los ojos de los demás sus piruetas se conviertan en muecas grotescas. La condena del bufón: ver cómo le rehúyen aquellos que poco antes le reían las gracias. Pocas cosas hay tan patéticas como esos veteranos showmen y humoristas en su día aclamados por el público que han caído en la decadencia con sus chirigotas gastadas.
Otra de las causas de sospecha respecto del ingenioso proviene del miedo a ser objeto de su agudeza. Nos divierte cuando ridiculiza a otros; consideramos geniales sus parodias y maliciosamente afiladas sus críticas siempre que vayan dirigidas a otros. Pero la admiración se vuelve enojo si ironiza sobre nosotros o sobre algo que nos concierne. Entonces deja de ser inteligente: lo consideramos despiadado, frívolo, peligroso, y huimos de él como alma que lleva el diablo. Ocurre en general con todos los seductores -y la persona de ingenio lo es, sin duda-; al principio producen un efecto magnético sobre quienes les rodean, pero con el paso del tiempo pierden admiradores que no quieren quedar atrapados en sus redes. Y es que el ingenio no suele ser inocente. Los humoristas más dotados de agudeza prefieren la sátira antes que el humor blanco; tienden al sarcasmo hiriente más que a la ironía atemperada. Lo advertía ya Covarrubias en el siglo XVII, una de las épocas doradas del ingenio en nuestra cultura: «por un dicho -escribe en su 'Tesoro'- no se ha de perder un amigo». Se refería a la tentación del ingenioso incapaz de moderar la lengua cuando, habiéndosele ocurrido un mote, una caricatura o una crítica mordaz, anteponía la exhibición de sus habilidades al daño que podía ocasionar en aquellos contra quienes eran dirigidas.
A la vez, el ingenio es también una cualidad que puede tener su vertiente moral. En sus 'Seis propuestas para el próximo milenio' Italo Calvino reivindicó la levedad como uno de los rasgos característicos de los tiempos venideros. Frente a la pesantez de lo espeso, lo denso y lo grave que según él ha caracterizado el arte y la literatura de otras épocas, el siglo XXI sería la época de la ligereza. Pero no entendida como frivolidad, sino como reacción contra la rigidez de lo pretencioso y lo solemne. El ingenio bien entendido sería así una de las manifestaciones de esa liviandad liberadora. Lo ilustra bien el mito clásico de Perseo cuando cuenta cómo éste, calzado con sandalias aladas, viaja flotando por entre las nubes para enfrentarse a la Medusa, un ser maléfico que dispone del poder de petrificar a todo aquel a quien dirige la mirada. La Medusa representa la gravedad extrema. Perseo, la habilidad grácil del ingenioso que se enfrenta a la insoportable rigidez del mundo y logra cortar la cabeza del monstruo tras esquivar los rayos que lanzan sus ojos. Para eso tiene que acercarse a él armado de un escudo y siguiendo una trayectoria lateral, oblicua. Ese es precisamente el camino que uno de los estudiosos modernos de la creatividad, Edward de Bono, propone para desarrollar la mente: el pensamiento lateral, entendido como una alternativa a la centralidad de la lógica, de las reglas impuestas, de las costumbres y de los hábitos al uso.
Como Perseo convertido en Pegaso después de su victoria, el ingenioso sale de la rutina y vuela libre por espacios diferentes. El humor así entendido alcanza entonces una dimensión intelectual más allá de la pura apariencia. Es la actitud alternativa del que se enfrenta a la cruda realidad sin dejarse aplastar por su crudeza. Queda en el aire, no obstante, la duda de si es lícito aplicar el ingenio a todo. Porque tomarse a broma las contrariedades, buscar el lado cómico del sufrimiento propio, reírse de uno mismo son signos de sabiduría, sin duda. Pero hay cosas con las que no se puede jugar, que son «serias» por naturaleza. Nada nos prohíbe hacer un chiste gracioso sobre nuestro dolor de muelas, pero conviene andarse con ojo si pretendemos bromear en temas como la discriminación racial o los crímenes terroristas.
Con todo, hay pocas cosas en la vida que merezca la pena tomarse en serio. El buen ingenioso empieza riéndose de sí mismo y luego ya sé verá. Así se libera de los grilletes de una realidad cerrada y plúmbea, encuentra nuevas salidas a los problemas, otorga un aire de ligereza a todo lo que toca volviéndolo menos dramático, más inofensivo y manejable. Dicho de otro modo: se arma para la supervivencia. Como ha escrito José Antonio Marina, «la fiesta del ingenio contrarresta la monotonía de la vida»

http://www.elcorreodigital.com/vizcaya/20090927/cultura/vuelo-humor-20090927.html

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