Desde que Edward Bernays, uno de los fundadores de las relaciones públicas modernas, adoptara novedosas técnicas de persuasión para incidir sobre la percepción de los ciudadanos, quedó claro que quien pretenda comunicar efectivamente y concretar resultados debe poseer talentos de comunicador, de psicólogo y, también, de alquimista.
Cuando alguno de estos elementos está ausente, los giros inesperados de la comunicación pueden desacreditar al emisor, no obstante que, a simple vista, parezcan no conllevar mayor trascendencia.
El responsable de que la comunicación se lleve a cabo exitosamente es el emisor. Así, una de las principales tareas de un gobierno democrático es la de comunicar a efecto de establecer y consolidar su credibilidad con base en criterios de racionalidad, profesionalismo y ética.
Consolidar dicha credibilidad requiere “administrar” la percepción pública mediante acciones deliberadas, sistemáticas y eficientes, utilizando instrumentos apropiados con el fin de alcanzar resultados susceptibles de ser medidos. “Administrar” no implica manejar algo en marcha, sino en aplicar las técnicas profesionales de la administración de procesos para la consecución de objetivos.
Una ojeada rápida a la agenda de comunicación reciente del Ejecutivo federal muestra un tono desarticulado en un clima de extrema sensibilidad, tanto social como mediática. El secretario de Economía hace declaraciones especulativas y acaso temerarias fuera del ámbito de su competencia; el secretario de Turismo asigna a algunos medios de comunicación una responsabilidad que en esencia no es de ellos, y la canciller emite una opinión que sería difícil sustentar en la práctica.
En particular, las afirmaciones de la secretaria de Relaciones Exteriores sorprenden si se toma como referencia su labor notablemente destacada, institucional y cuidadosa a lo largo del sexenio, labor que ha sorprendido gratamente a propios y extraños. Esto simplemente ratifica el hecho de que los medios tienen poca paciencia para con el derrapón verbal de quien sea, así tenga una conducta notoriamente prudente.
Si normalmente una política de comunicación institucional camina por espacios muy estrechos, en épocas de crisis estos se achican aún más, por lo que la comunicación debe caminar sobre el filo de la navaja, pero caminar al fin y al cabo. Sin la definición clara de objetivos, el establecimiento de estrategias implementables y la coordinación rigurosa de mensajes, tiempos, voceros, la comunicación institucional carece de brújula y de carta de navegación en medio de un mar embravecido.
No deja de ser curioso lo complicado que es llevar a la práctica algo que en principio no es ciencia oculta y que es mucho más sentido común de lo que parece. La exitosa comunicación del candidato Fox se transformó en un proceso increíblemente desarticulado durante seis años, de la misma forma que el inicio con aparente sentido de estrategia por parte del actual gobierno parece perderse por la falta de una política de comunicación que reconozca los elementos principales de un manejo de crisis permanente. Fue precisamente la instrumentación de una estrategia deliberada de comunicación efectiva, por ejemplo, lo que permitió al presidente Woodrow Wilson persuadir a los norteamericanos de participar en la Primer Guerra Mundial a través de George Creel y su “Committee on Public Information” (CPI). El resto es historia.
Es cierto; siempre es más fácil ver los toros desde la barrera, o el trabajo de los medios cuando se tiene cuando menos un poco de distancia. A fin y al cabo, los medios son espacios naturales para el contraste, para la controversia y el debate. No obstante, una agenda institucional sin una política de comunicación eficiente hará que los rigores de la crisis, de las sensibilidades exaltadas y del papel de los medios en una sociedad democrática le causen más bajas de las que ya de por sí la realidad causa a los planes institucionales. Si gobernar es en buena medida comunicar, esta actividad no puede manejarse tan a la ligera, salvo que ello fuera reflejo de la concepción de gobierno, lo que es difícil de creer pero, bueno, no por ello impensable.
Cuando alguno de estos elementos está ausente, los giros inesperados de la comunicación pueden desacreditar al emisor, no obstante que, a simple vista, parezcan no conllevar mayor trascendencia.
El responsable de que la comunicación se lleve a cabo exitosamente es el emisor. Así, una de las principales tareas de un gobierno democrático es la de comunicar a efecto de establecer y consolidar su credibilidad con base en criterios de racionalidad, profesionalismo y ética.
Consolidar dicha credibilidad requiere “administrar” la percepción pública mediante acciones deliberadas, sistemáticas y eficientes, utilizando instrumentos apropiados con el fin de alcanzar resultados susceptibles de ser medidos. “Administrar” no implica manejar algo en marcha, sino en aplicar las técnicas profesionales de la administración de procesos para la consecución de objetivos.
Una ojeada rápida a la agenda de comunicación reciente del Ejecutivo federal muestra un tono desarticulado en un clima de extrema sensibilidad, tanto social como mediática. El secretario de Economía hace declaraciones especulativas y acaso temerarias fuera del ámbito de su competencia; el secretario de Turismo asigna a algunos medios de comunicación una responsabilidad que en esencia no es de ellos, y la canciller emite una opinión que sería difícil sustentar en la práctica.
En particular, las afirmaciones de la secretaria de Relaciones Exteriores sorprenden si se toma como referencia su labor notablemente destacada, institucional y cuidadosa a lo largo del sexenio, labor que ha sorprendido gratamente a propios y extraños. Esto simplemente ratifica el hecho de que los medios tienen poca paciencia para con el derrapón verbal de quien sea, así tenga una conducta notoriamente prudente.
Si normalmente una política de comunicación institucional camina por espacios muy estrechos, en épocas de crisis estos se achican aún más, por lo que la comunicación debe caminar sobre el filo de la navaja, pero caminar al fin y al cabo. Sin la definición clara de objetivos, el establecimiento de estrategias implementables y la coordinación rigurosa de mensajes, tiempos, voceros, la comunicación institucional carece de brújula y de carta de navegación en medio de un mar embravecido.
No deja de ser curioso lo complicado que es llevar a la práctica algo que en principio no es ciencia oculta y que es mucho más sentido común de lo que parece. La exitosa comunicación del candidato Fox se transformó en un proceso increíblemente desarticulado durante seis años, de la misma forma que el inicio con aparente sentido de estrategia por parte del actual gobierno parece perderse por la falta de una política de comunicación que reconozca los elementos principales de un manejo de crisis permanente. Fue precisamente la instrumentación de una estrategia deliberada de comunicación efectiva, por ejemplo, lo que permitió al presidente Woodrow Wilson persuadir a los norteamericanos de participar en la Primer Guerra Mundial a través de George Creel y su “Committee on Public Information” (CPI). El resto es historia.
Es cierto; siempre es más fácil ver los toros desde la barrera, o el trabajo de los medios cuando se tiene cuando menos un poco de distancia. A fin y al cabo, los medios son espacios naturales para el contraste, para la controversia y el debate. No obstante, una agenda institucional sin una política de comunicación eficiente hará que los rigores de la crisis, de las sensibilidades exaltadas y del papel de los medios en una sociedad democrática le causen más bajas de las que ya de por sí la realidad causa a los planes institucionales. Si gobernar es en buena medida comunicar, esta actividad no puede manejarse tan a la ligera, salvo que ello fuera reflejo de la concepción de gobierno, lo que es difícil de creer pero, bueno, no por ello impensable.
No hay comentarios:
Publicar un comentario