Imaginemos que el Gobierno es una empresa privada. Tiene un presidente y un consejo de administración compuesto por unos vocales que se llaman ministros. Sus accionistas son los más de cuarenta millones de españoles que le han dado forma y la paga variable se cobra cada cuatro años, cuando se convocan las elecciones generales. Hasta ahí, las semejanzas.
A partir de ahí, el caos. Imagínense una empresa que destruye más de un millón de empleos en apenas doce meses, que entra en colapso por primera vez en quince años, que sufre un descenso del consumo privado superior al dos por ciento, que registra un bajón de las exportaciones de casi el ocho por ciento y que no da muestras de ver la luz al final del túnel. Imagínense que el presidente de esa empresa dice, primero, que la situación está controlada y, segundo, que la culpa la tienen otras compañías. Imagínense cuánto duraría ese directivo en el cargo.
Imagínense ahora que el responsable de una constructora provoca el caos en los aeropuertos y en las carreteras que gestiona. Imagínense que el director financiero de una operadora de telecomunicaciones comunica un día una cifra de previsiones, al día siguiente cambia los números y, al siguiente, vuelve al dato original, siempre culpando a agentes externos de la imprecisión.
Imagínense que el director de márketing de una gran eléctrica gasta miles de euros en una campaña que parece no ver nunca la luz. Aunque el arte de dimitir no esté excesivamente desarrollado en España, dudo mucho que ningún directivo en cualquiera de las anteriores circunstancias permaneciera mucho tiempo en su puesto. Y, por supuesto, no cobraría bonus.
Propongo que los miembros del Gobierno pasen una temporada repartidos en varias empresas. Puede que no sirviera para solucionar la crisis, pero, al menos, seguro que aprenderían algunas lecciones de márketing. Podrían instalarse en el Distrito C de Telefónica para, por ejemplo, investigar por qué su campaña anticrisis es más efectiva que cualquier medida lanzada por el Ejecutivo.
Rebajar un cincuenta por ciento la factura de los clientes en paro no supone un coste excesivamente alto para la compañía. Sin embargo, da la sensación de que Telefónica está haciendo un esfuerzo solidario con una generosidad sin precedentes.
El Gobierno también podría pasar un tiempo en la sede de Coca-Cola para saber por qué la temática de la crisis genera emociones y sonrisas en manos de la empresa de refrescos, y hastío y desazón cuando el que habla es el Gobierno. Incluso la tarifa social eléctrica despierta críticas, frente a las simpatías que genera la iniciativa de Hyundai de ayudar en los préstamos a los conductores que pierdan su empleo, y la de Tabernas Bocatín de invitar a comer a los desempleados.
Puede que la diferencia se base en que sabemos que las campañas empresariales están estudiadas para mejorar la situación de la compañía, y no estamos tan seguros con el Gobierno, que parece hacer las cosas con más improvisación que análisis. Pero, sobre todo, la diferencia se centra en que tenemos la certeza de que el Ejecutivo jamás se parecerá en nada a ninguna empresa.
A partir de ahí, el caos. Imagínense una empresa que destruye más de un millón de empleos en apenas doce meses, que entra en colapso por primera vez en quince años, que sufre un descenso del consumo privado superior al dos por ciento, que registra un bajón de las exportaciones de casi el ocho por ciento y que no da muestras de ver la luz al final del túnel. Imagínense que el presidente de esa empresa dice, primero, que la situación está controlada y, segundo, que la culpa la tienen otras compañías. Imagínense cuánto duraría ese directivo en el cargo.
Imagínense ahora que el responsable de una constructora provoca el caos en los aeropuertos y en las carreteras que gestiona. Imagínense que el director financiero de una operadora de telecomunicaciones comunica un día una cifra de previsiones, al día siguiente cambia los números y, al siguiente, vuelve al dato original, siempre culpando a agentes externos de la imprecisión.
Imagínense que el director de márketing de una gran eléctrica gasta miles de euros en una campaña que parece no ver nunca la luz. Aunque el arte de dimitir no esté excesivamente desarrollado en España, dudo mucho que ningún directivo en cualquiera de las anteriores circunstancias permaneciera mucho tiempo en su puesto. Y, por supuesto, no cobraría bonus.
Propongo que los miembros del Gobierno pasen una temporada repartidos en varias empresas. Puede que no sirviera para solucionar la crisis, pero, al menos, seguro que aprenderían algunas lecciones de márketing. Podrían instalarse en el Distrito C de Telefónica para, por ejemplo, investigar por qué su campaña anticrisis es más efectiva que cualquier medida lanzada por el Ejecutivo.
Rebajar un cincuenta por ciento la factura de los clientes en paro no supone un coste excesivamente alto para la compañía. Sin embargo, da la sensación de que Telefónica está haciendo un esfuerzo solidario con una generosidad sin precedentes.
El Gobierno también podría pasar un tiempo en la sede de Coca-Cola para saber por qué la temática de la crisis genera emociones y sonrisas en manos de la empresa de refrescos, y hastío y desazón cuando el que habla es el Gobierno. Incluso la tarifa social eléctrica despierta críticas, frente a las simpatías que genera la iniciativa de Hyundai de ayudar en los préstamos a los conductores que pierdan su empleo, y la de Tabernas Bocatín de invitar a comer a los desempleados.
Puede que la diferencia se base en que sabemos que las campañas empresariales están estudiadas para mejorar la situación de la compañía, y no estamos tan seguros con el Gobierno, que parece hacer las cosas con más improvisación que análisis. Pero, sobre todo, la diferencia se centra en que tenemos la certeza de que el Ejecutivo jamás se parecerá en nada a ninguna empresa.
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