Supongo que no soy el único que viendo la televisión pierde el hilo de la película o la serie por culpa de la publicidad, y aunque creo que es un tema que está regulado por alguna ley que impide meter más anuncios que película, me da la impresión de que todos se la pasan por la entrepierna. En mi caso, el problema se agrava como consecuencia del zapeo que hacemos en cuanto llegan los anuncios, saltando de cadena en cadena para comprobar que en todas están pasando exactamente lo mismo en ese preciso momento. Así, no es extraño que al cabo de un rato haya olvidado la trama y el nombre de los personajes y acabe marchándome a la cama con la cabeza como un bombo llena de ungüentos para las almorranas, anticatarrales y los atosigantes anuncios de coches, que algo debe estar pasando en las fábricas para que se gasten tanta pasta en publicidad.
Comentando esto con mi amigo Josito, que sin decírmelo a las claras me da a entender que se me están acabando las ideas, me mandó al correo electrónico una colección de viejos anuncios que me aliviaron de esa catarata publicitaria que nos cae encima en cuanto empieza la película. Recorrer los mismos fue volver al pasado de la publicidad, que entonces era rancia y ahora me resulta entrañable. Ya sé que no es lo mismo ver un anuncio de BMW donde una voz en off te pregunta si te gusta conducir, que otro del Simca 1000 que prometía alargar las vacaciones y era tan suave que bastaba «un ligero gesto para mover su palanca de cambios». A nadie se le ocurriría comparar el último 'spot' de Mercedes, tan exclusivo que sigue costando un pastón, con el del Seat 124-D, que tenía asientos reclinables y que el más alto de la gama costaba 122.500 pesetas, o lo que es lo mismo: 750 euros y dejando propina. O lo mucho que calma el picor vaginal una pomada cuyo nombre he olvidado porque no la necesito, con el alivio inmediato de Cafiaspirina, «el antidoloroso y estimulante para la gente de nuestro tiempo», presentado ahora en «su moderno envase, más funcional y más práctico».
¿Y cómo comparar los edulcorados, juveniles y pastelones sabores de la siempre moderna Coca-Cola con aquella Mirinda con «ritmo» y cuyo sabor hasta el más tonto era capaz de distinguir «por su inimitable calidad»? ¿Y qué decir de ese anuncio de pegamento de ahora que deja a un pollo colgado bocabajo del techo con sólo tres gotas con aquel otro en el que se veía cómo una bala gordota le tronchaba la pata de madera a un pirata que seguía sonriendo porque sabía que el remedio era «pegamento Imedio»? En este siglo de tanta abundancia, ya nadie sonríe como ese bucanero tuerto que lleva una espada en la mano, una daga en la boca que le va a dejar la lengua como una hamburguesa y una pata de palo recién chascada por una bala de cañón redonda y negra. Así estamos todos de consentidos.
Aunque para consentido, ese nene que le dice a su mamá que quiere hacer caca, «pero en el baño de Pablito», de lo que deduzco que en su casa hay por lo menos cinco excusados: dos para los hermanos, otros tantos para sus papis y uno más para la servidumbre. Es que cada vez que sale me entran ganas de decirle: mira, chaval, sal de aquí antes de que sea yo el que te mande directamente a pasar por el retrete.
Comentando esto con mi amigo Josito, que sin decírmelo a las claras me da a entender que se me están acabando las ideas, me mandó al correo electrónico una colección de viejos anuncios que me aliviaron de esa catarata publicitaria que nos cae encima en cuanto empieza la película. Recorrer los mismos fue volver al pasado de la publicidad, que entonces era rancia y ahora me resulta entrañable. Ya sé que no es lo mismo ver un anuncio de BMW donde una voz en off te pregunta si te gusta conducir, que otro del Simca 1000 que prometía alargar las vacaciones y era tan suave que bastaba «un ligero gesto para mover su palanca de cambios». A nadie se le ocurriría comparar el último 'spot' de Mercedes, tan exclusivo que sigue costando un pastón, con el del Seat 124-D, que tenía asientos reclinables y que el más alto de la gama costaba 122.500 pesetas, o lo que es lo mismo: 750 euros y dejando propina. O lo mucho que calma el picor vaginal una pomada cuyo nombre he olvidado porque no la necesito, con el alivio inmediato de Cafiaspirina, «el antidoloroso y estimulante para la gente de nuestro tiempo», presentado ahora en «su moderno envase, más funcional y más práctico».
¿Y cómo comparar los edulcorados, juveniles y pastelones sabores de la siempre moderna Coca-Cola con aquella Mirinda con «ritmo» y cuyo sabor hasta el más tonto era capaz de distinguir «por su inimitable calidad»? ¿Y qué decir de ese anuncio de pegamento de ahora que deja a un pollo colgado bocabajo del techo con sólo tres gotas con aquel otro en el que se veía cómo una bala gordota le tronchaba la pata de madera a un pirata que seguía sonriendo porque sabía que el remedio era «pegamento Imedio»? En este siglo de tanta abundancia, ya nadie sonríe como ese bucanero tuerto que lleva una espada en la mano, una daga en la boca que le va a dejar la lengua como una hamburguesa y una pata de palo recién chascada por una bala de cañón redonda y negra. Así estamos todos de consentidos.
Aunque para consentido, ese nene que le dice a su mamá que quiere hacer caca, «pero en el baño de Pablito», de lo que deduzco que en su casa hay por lo menos cinco excusados: dos para los hermanos, otros tantos para sus papis y uno más para la servidumbre. Es que cada vez que sale me entran ganas de decirle: mira, chaval, sal de aquí antes de que sea yo el que te mande directamente a pasar por el retrete.
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