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Encerrado en su mundo

Desde el día en que mi hijo, Walker, nació, mi esposo y yo supimos que no era como los demás niños. Nuestros amigos trataban de convencernos de que estábamos equivocados, pero para nosotros era evidente. Cuando el bebé tenía seis meses, le costaba trabajo respirar en las noches, manoteaba y apenas podía sostener un juguete. Nos parecía muy extraño que se volviera a mirarnos sólo cuando estábamos a unos metros de él.
Finalmente, acudimos a un pediatra de Amherst, Massachusetts. El médico examinó exhaustivamente al niño: además de pesarlo y medirlo, le revisó los reflejos y el tono muscular. Luego intentó captar su atención.

--Walker --le dijo desde corta distancia, pero el bebé no lo miró.

Entonces tomó una afelpada pelota roja y la agitó frente a él.

--Walker, ¡Walker! --repitió, primero con voz firme, luego con más energía y después a gritos.

El niño, impasible, mantenía la vista fija en la ventana, atraído irresistiblemente por la luz.

Con mucho tacto el doctor nos dijo que debíamos prepararnos para aceptar las limitaciones físicas de nuestro hijo. Walker quizá nunca llegaría a caminar o a hablar, e incluso podría tener retraso mental profundo. Decidimos acudir a REACH, un programa de intervención temprana disponible en nuestra ciudad.

El diagnóstico del bebé fue trastorno de integración sensorial, el cual se caracteriza por una sensibilidad exagerada a toda clase de estímulos. Asignaron el caso a la fisioterapeuta Arlene Spooner, quien tenía una especialidad en este campo.

El día en que Arlene conoció al ni-ño, Walker no se mostró apático como en el consultorio del pediatra. Estaba muy inquieto, o más bien sobreexcitado. Meneaba la cabeza de un lado a otro, reía sin cesar y movía rápidamente brazos y piernas, como si estuviera corriendo en el aire.

La especialista lo observó con evidente alarma, y al final nos dijo que Walker era "muy sensible".

Mi esposo, Cliff, buscó información en Internet sobre el trastorno de integración sensorial y encontró que tenía relación con el autismo. Aunque Arlene no mencionó este término, se mostró preocupada por la falta de reacciones de Walker, su tendencia a encerrarse en sí mismo y el peculiar movimiento de sus extremidades.

Las personas autistas, se-gún aprendimos Cliff y yo, no están desvinculadas del mundo; al contrario, suelen estar demasiado conscientes de él. El entorno les resulta abrumador, y como son extremadamente sensibles, se ven obligadas a encerrarse en sí mismas.

Para los autistas, el mundo es un caos: todo lo que oyen son sonidos estridentes o, peor aún, un zumbido incesante; la luz de una bombilla hiere sus córneas cual si fuera un potente reflector; sienten la ropa tan áspera como una lija, y los vapores de una cocina son tan densos y asfixiantes como el humo de un incendio.

La mayoría de los expertos coinciden en que el autismo tiene causa genética. Sin embargo, es posible que también influyan otros factores, como las toxinas de los plaguicidas, otras sustancias químicas o las vacunas.

La terapeuta empezó a trabajar con Walker en un cuarto a oscuras. Sin importar en qué posición lo sentáramos, siempre movía la cabeza hacia la luz, como la aguja de una brújula. Pero con la persiana cerrada, desviaba la vista de la ventana, si bien no nos miraba a nosotros, sino a los objetos.

--¿Por qué no nos mira? --le pregunté a Arlene.

--Porque el rostro humano, en especial los ojos, transmite una enorme cantidad de información --fue su respuesta--. Por el momento, mirarnos resulta excesivo para él.

Cierto día, Arlene me pidió que estrechara al niño entre mis brazos y acercara mi rostro al suyo.

--Ahora trate de captar su atención --dijo--, pero sonría levemente para no agobiarlo.

Lo sostuve con fuerza y esperé. En eso, alzó la vista y sus grandes ojos verdes me miraron; luego levantó la mano y me tocó la cara. Me estremecí: aunque Walker tenía ya siete meses, jamás habíamos estado tan cerca. Mas en seguida apartó la mano y desvió la mirada, como si el contacto visual le hubiera resultado doloroso.

--No es que el niño no quiera mirarla --me explicó la terapeuta--, es que no puede hacerlo.

Arlene solicitó a una colega, Dawn Smith, que la ayudara con Walker. ésta nunca había visto a un niño tan pequeño con síntomas de autismo. En general, el trastorno se manifiesta a la edad de entre 18 y 24 meses, cuando empiezan a desarrollarse el habla y las habilidades sociales. Una de las técnicas más usadas para tratar el autismo es la modificación de conducta, la cual consiste en pedir al niño que haga algo (por ejemplo, que ponga un cubo de hielo en un tazón) y recompensarlo en cuanto realice la tarea. El objetivo es enseñarle a adoptar mejores comportamientos sociales.

Sin embargo, Dawn no se inclinaba por usar esa técnica con Walker porque dejaba de lado el crucial asunto del desarrollo emocional. Por una feliz coincidencia, estaba preparada para probar un tratamiento nuevo.

Acababa de leer un artículo del psiquiatra infantil Stanley Greenspan y de su colega Serena Wieder. Ambos habían ideado una técnica llamada "tiempo de piso", que combina las terapias ocupacional y del habla, así como un método denominado "círculos de comunicación". Un círculo se inicia cuando el terapeuta o uno de los padres trata de interactuar con el niño, y se completa cuando obtiene respuesta. Si sonríe y el niño le devuelve la sonrisa, se forma un círculo; si le da un juguete y el pequeño se lo devuelve, es un círculo más.

Con este método Greenspan había ayudado a más de 100 niños a convertirse en chicos alegres, sociables, expresivos y creativos. Otros 60 habían hecho progresos importantes.

Llamé al doctor Greenspan, quien, a pesar de tener una agenda muy ocupada, se mostró dispuesto a trabajar con Walker debido a su corta edad. Nos reunimos con él en su consultorio, en Bethesda, Maryland.

Durante años, los psicólogos habían observado que los niños autistas no podían usar la imaginación ni aprender conceptos abstractos. Parecían atrapados sin remedio en su realidad, incapaces de entender lo que sentían o pensaban las demás personas.

Greenspan se preguntaba el porqué, y tenía la respuesta delante de él, o mejor dicho, en los rostros de esos niños que no podían mirarlo a los ojos. Sus colegas y él se dieron cuenta de que los niños autistas no podían entender ideas abstractas si antes no comprendían sus propias emociones. A diferencia de un niño normal, cu-yos actos y pensamientos dependen en gran medida de sus emociones, el autista no tiene una clara conciencia de sí mismo ni entiende la conexión que existe entre las sensaciones, la conducta y las ideas.

En la primera consulta Greenspan nos filmó a Cliff y a mí jugando con Walker, quien ya tenía 11 meses. En voz alta nos daba instrucciones y nos pedía poner empeño y cariño para lograr el acercamiento. "No, así no", decía. "Ya perdieron el contacto". Y cuando conseguíamos captar la atención del niño un buen rato, nos alentaba: "¡Lo están logrando!"

Teníamos que hacer que Walker se esforzara para obtener lo que quería. "Ustedes deben ser el instrumento para que se cumplan todos sus deseos", sentenció el psiquiatra.

Esa noche, Cliff y yo llevamos al niño a un restaurante.

--Te daré esta taza si me aprietas la mano --le dije a Walker.

No reaccionó. Como no estaba segura de si me había entendido, se lo repetí y, por primera vez en la vida, tomó mi mano y la apretó.

Cuando practicábamos la técnica de tiempo de piso, a menudo sentía que estaba interpretando una especie de comedia desesperada. Las sesiones

no sólo eran agotadoras --teníamos que aplaudir, saltar e inventar canciones--, sino que nuestras voces debían sonar cada vez más animadas, los juegos, volverse más atractivos, y las bromas, más jocosas.

Los niños como Walker tienden a encerrarse en un mundo interior que les resulta mucho más atractivo que el "real". Por eso Greenspan nos pedía que captáramos la atención de nuestro hijo y lo ayudáramos a "construirse pieza por pieza" en cada fase de su desarrollo físico y emocional.

Un día, cuando Walker iba a cumplir un año, Dawn, Arlene y yo nos sentamos en el piso con él. Le habíamos enseñado a gatear a los 10 meses, pero aún no se sentaba solo, lo que los bebés aprenden a hacer a los seis meses. Al observar sus esfuerzos, lo animamos, y cuando por fin lo logró, aplaudimos. Este pequeño salto físi-co también había sido un triunfo social. él nos miró como si nos dijera: "¿Vieron lo que hice?"

Los resultados del tratamiento fueron asombrosos. La expresividad de Walker aumentó, así como sus habilidades motrices. La emoción se reflejaba en su rostro, y mostraba sentido del humor. Reía cuando jugábamos e inventaba sus propios juegos.

En mayo de 2000, cuando el niño tenía casi cuatro años, Greenspan, quien había supervisado el caso, nos dio su dictamen sobre Walker: "Resuelve muy bien los problemas, es un pensador creativo y le gustan los retos. Y lo más importante es que esa seguridad se refleja en sus ojos".

Hoy día Walker es un niño activo, inteligente y cariñoso que cursa el primer grado de primaria, aunque de vez en cuando tiene sus momentos de indisciplina. Lo mejor de todo es que demuestra un profundo sentimiento de empatía. Cuando su tía abuela murió, se mostró muy preocupado porque la hermana sobreviviente iba a quedarse sola. ¿Acaso es común que un niño pequeño se ponga en el lugar de otra persona? Quizá este alto grado de inteligencia emocional --lo cual es un auténtico don-- sea una expresión de su enorme sensibilidad.

Mi experiencia con Walker me enseñó que el contacto humano a temprana edad es el punto de partida de todo conocimiento. Podemos llegar a ser personas íntegras y conscientes sólo cuando nos hemos visto a través de los ojos de otros.

Intuición paterna

Cuando Marcel Bujnowski nació, su madre supo que algo malo le ocurría, pero el pediatra dijo que el bebé sólo tenía cólicos. A los nueve meses, Marcel no podía controlar la cabeza, sentarse, ni agarrar objetos. Le diagnosticaron parálisis cerebral.

Dos semanas después, sus padres lo llevaron a recibir terapias física, ocupacional y del habla. El niño ahora cursa el cuarto grado, toca el piano, habla inglés y polaco, y esquía con ayuda de un aparato ortopédico.

Si unos padres sospechan de alguna anomalía en su hijo, deben actuar como los Bujnowski. Su corazonada puede ser más certera que un diagnóstico clínico. Y no deben dejar que pase el tiempo para ver si hay mejoría. Los médicos han hecho grandes progresos en el diagnóstico y tratamiento oportunos de niños aquejados de parálisis cerebral, autismo, síndrome de Down y sordera.

"El cerebro infantil es tan moldeable, que el tratamiento puede resultar más eficaz si se aplica a tiempo", dice Murray Goldstein, especialista en parálisis cerebral. Melanie Howard, BabyTalk Magazine.

Por Patricia Stacy




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