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Las certezas perdidas

A continuación un resumen del libro de Juan Vasen (Las certezas perdidas) que realiza un agudo análisis del impacto del postmodernismo, el consumismo y la medicalización en la educación.

Si en los inicios de la modernidad nos pensaba el estado hoy nos piensa el consumo. La globalización del imaginario cibernético, televisivo, cinematográfico y musical aparece como un exceso porque no encuentra un anclaje elaborativo en lo simbólico.
No sólo hay exceso de imágenes sino también hay pobreza de palabras.
Las generaciones nacidas en esta videocultura adquieren la aptitud para la lectura de imágenes. Estas habilidades están desequilibradas en relación a las posibilidades de una incorporación elaborativa.
Además, un discurso neomítico fetichiza los objetos que el consumo propicia, desplazando las formas discursivas que anclaban al sujeto en una posición más crítica ante un mundo de imágenes que captura y fascina.
Se ha producido un debilitamiento del poder que la familia y la escuela ejercían y ese debilitamiento es efecto de una decreciente soberanía de los estados en la construcción ciudadana.
El avance de los lazos que el consumo promueve, socavan los valores tradicionales de la familia y la escuela.
Es frecuente que ante una sanción docente un niño de cada vez menor edad le diga al mayor (desconociendo su investidura) ¿Y vos quien sos? Dicho desde un lugar donde los niños si creen saber quienes son. Ya no dudan como Descartes y se aferran a certezas que es necesario revisar. Certezas que son mezcla de opiniones de fuerte raigambre mediática.
Debemos también revisar adonde fueron a parar las certezas de los adultos, cada vez más necesitados de prótesis y técnicas para criar y educar.
El predominio de lo mediático consumista ha generado el “postmocoso”, estructurado por las lógicas de los medios y del consumo, que ponen en primer plano la desigualdad según el poder adquisitivo y una preeminencia del presente sobre el futuro y de la imagen sobre la palabra.
El consumo es una práctica desbordante que instituye una forma de subjetividad.
El consumo mediado por la publicidad produce marcas que dejan huellas y establecen formas de linaje. La publicidad es la que se encarga de dar significación e imagen a estas marcas que pautan ese territorio que llamamos ingenuamente uno mismo, donde se han alojado las huellas de las experiencias vitales y las de las marcas comerciales.
Nuestra intimidad se ha tornado extimidad: ya no es más sólo albergada por los mimos y arroroes sino también ha sido colonizada por las marcas.
La función de la publicidad es educar a los niños para que hagan carrera como consumidores. La función de la televisión es vender tiempo del cerebro humano a los anunciantes.
Desde esta desnudez en que las instituciones han dejado a los adultos y sin muchas de las caretas que los educadores acostumbrábamos a ponernos y que han perdido eficacia: ¿qué hacer?
Haber perdido pie lleva a la nostalgia, a buscar un sustento rígido que emparche la autoridad devaluada. De allí los estallidos de cólera cuando no es posible marcar la subjetividad de alumnos de acuerdo con modos de relación que son vividos por sus receptores como obsoletos.
En la actualidad una de las figuras paternas más populares es Homero Simpson, a quien jamás podríamos llamar un jefe de familia. Es evidente su devaluado lugar paterno. Homero es el representante del deterioro de la autoridad del padre.
Lo curioso es que su vecino Flanders, que encarna a un padre modelo, solidario, es también caricaturizado, o sea que el modelo que se dejó atrás no era perfecto y es responsable de su propia caída.
En quienes tienen poder adquisitivo y asumen acríticamente las pautas de vida consumista, la dispersión, la desatención y los trastornos de conducta en la infancia generan consultas médicas.
La desintegración familiar por seguir el acelerado marcapaso consumista muestra que hay algo roto en la química moderna entre chicos y adultos, algo que no se arregla con la neuroquímica que aportan los psicofármacos.
Los rituales familiares son puestos en jaque por las solicitudes mediáticas. Pensemos en la cantidad de veces que se tiene que llamar al ritual de la cena a quienes están ocupados en el chateo, la TV o la música.
Los postmocosos, estructurados por las lógicas de los medios, no encajan en las instituciones productoras de subjetividades (como la escuela).
Adelgazando lo que las generaciones precedentes podían transmitir, padres y maestros son considerados cada vez menos "Sapiens".
La producción simbólica necesaria para la apropiación de la cultura por parte del niño se hace en cámara rápida, lo que no permite que la neurobiología acompañe sus ritmos y entonces los niños, como el país, toman el atajo de comprar la película hecha.
La seguridad se busca cada vez más en la imagen. Cuanto mejor me veo más seguro/a me siento, exaltación narcisista que encubre inseguridades y en la que los ídolos (deportivos, musicales, artísticos) ocupan el lugar de los modelos a seguir.
En el predominio de la actualidad ansiógena del consumo se desvanece el futuro como proyecto. Esto hace crisis en la escuela, porque si antaño se la veía socialmente como una institución puente hacia la movilización social hoy no parece desembocar en un futuro venturoso.
Ante esa incapacidad para proyectar un futuro es lógico aferrase a los productos que nos ofrece el mercado.
Es frecuente la existencia de chicos latifundistas de juguetes con cuartos atiborrados de chiches que juegan solos (que no les hace falta alguien que juegue). Es importante que el niño no sea jugado por el juguete, sacarlo del lugar de ser gozado por el juguete. ¡Los objetos NO socializan!
El hombre moderno vuelve a su casa extenuado por un aluvión de acontecimientos sin que ninguno se haya convertido en experiencia.
La diferencia entre vivencia y experiencia es que en el pasaje de una a otra se produce la inversión de la pasividad de la vivencia al protagonismo de la experiencia.
El consumo no favorece la construcción de una experiencia o de jugar.
La relación consumista con las marcas es una relación con las marcas devenidas insignias de un narcisismo que se satisface luciéndolas.
El descarte genera avidez. A-vida es carencia de vida. El consumo se propone llenar ilusoriamente ese hueco.
La sociedad de consumo produce permanentemente cosas nuevas que pocas veces son una real innovación.
Pero quedar afuera de lo nuevo hace que los niños se sientan de inferior calidad, sin tener no se es.
Los niños del presente son interpelados a “ser” en medio de un excesivo y acelerado caudal de información. Un habitante de una ciudad actual recibe más información en una día que un campesino del medioevo en toda su vida.
En ese aferrase de los niños a ciertos objetos de consumo hay un intento de adquirir los rasgos o valores que ese objeto les aporta, los hace ser. El consumo se vuelve así adictivo. Si no tengo objetos no tengo identidad.
Se genera el fenómeno del desfasaje autoritario de maestros que, al encontrarse excedidos, caen en reacciones duras sin poder tomar posiciones firmes.
Otro problema: Los saberes que transmite un maestro, y el reconocimiento que gozaba, se han ido devaluando.
Hay otras fuentes de saberes por fuera de la escuela que adquieren consenso y la curiosidad de los niños, y la escuela tiene que ponerse a tono con esas fuentes que la desplazan de la vida de los chicos actuales.
¿Cómo no va a estallar en la escuela el conflicto entre las temporalidades mediáticas y consumistas y los pacientes ritmos que requiere la construcción de un saber si la vida urbana adquiere un ritmo cocaínico?
El protagonismo del consumo se refleja en la tendencia a comprar hecho lo que antes se cocinaba muchas veces a fuego lento, como es el caso de la transformación de un niño en ciudadano en la escuela.
El reemplazo del arte culinario por la comida rápida es el paradigma del síndrome de la impaciencia. Si los niños tienen fiaca de pelar una manzana (satisfacción inmediata), ¿cómo pelarán los frutos del conocimiento para masticarlos y digerirlos? La educación pasa de ser una formación a una adquisición.
Uno de los síntomas que se pretende silenciar en esta escuela es la existencia de niños desatentos e inquietos rotulados masivamente como ADHD. Se convierte en una manera de depositar en el niño la responsabilidad de aprender.
Se configura así un insólito paisaje donde maestros solicitan medicación para algunos alumnos que ellos han diagnosticado como ADHD, TGD, bipolar, etc.
Esta proliferación de métodos clasificatorios forma parte de una tecnocratización de la vida cotidiana que es producto de la psiquiatría y de la demanda de los padres y maestros que requieren soluciones allí donde primero debería haber preguntas.
Esto lleva a considerar que hay miles de niños que medicar cuando en realidad tenemos miles niños que generan cuestionamientos acerca de la escuela y los efectos de la época sobre ella y sobre la infancia.
Una escuela en la que muchos chicos requieren medicación para encajar es porque las opiniones del maestro están degradadas y vienen las pastillas como instrumentos de una cosmética de la autoridad para unos y del comportamiento para otros.
Las dificultades de la escuela como institución, del aula como lugar de aprendizaje, del maestro como agente transmisor de saber son síntomas de una época en que la subjetividad de los niños no es lo que era ni como hijos ni como alumnos y en la que la investidura del saber que los maestros detentaban ha perdido el rating que tenía.
Es difícil que haya disciplina si no hay discípulos (ambas palabras tienen una raíz común) y el discípulo no se forma sin un cierto grado de admiración por quien sabe más que él de cosas que le importan.
En la escuela moderna el a-lumno (alguien a oscuras) era pasivo y el saber del maestro era considerado universal, atemporal, legitimado y sin cuestionamiento. La caída del tal pedestal hace que los maestros se encuentren en una situación subjetiva en la que se sienten víctimas de algo que no terminamos de entender.
El dispositivo disciplinario se concentra en un lugar fijo, el aula, donde los niños están encerrados con el maestro durante un tiempo limitado.
La tecnología hace que sea posible un aprendizaje móvil.
La fijeza de las prácticas docentes se ve afectada por que fuera de la escuela se construye otra subjetividad que resulta contrastante con una educación que exagera las modalidades que se fundan en la pasividad del aprendizaje.
Además del cambio territorial, la experiencia del tiempo también se ha transformado. El tiempo regulado por los horarios escolares que dividían el flujo temporal ritmaban los cuerpos y la vida.
Ese tiempo lineal está siendo desplazado por el tiempo instante, como sucesión de instantes, en el que el ahora no puede ser sacrificado por la promesa de lo que vendrá. Antes esa promesa daba sentido al recorrido y a la demora. Hoy debilitada la promesa sólo queda la impaciencia.
Los chicos están ausentes de las aulas, no atienden. Hay operaciones que los desligan del espacio tiempo del aula y que compiten con la escuela. Cada vez más están en otra por un bombardeo de medios tecnológicos (celulares, ipods) que son tentaciones al alcance la mano.
Estos flujos de información generan distracciones e intensas vivencias dominadas por la percepción que se oponen al aprendizaje clásico que requería la conciencia, la memoria y la palabra.
Los niños habitan un universo tecnológico que contrasta con las instancias de encierro de la escuela.
Tensión entre actividad y pasividad: el alumno se resiste a un moldeado en el cual permanece inerte pero tampoco puede ser autodidacta. Tiene que negociar con el docente en forma interminable.
El niño se vuelve objeto antes que sujeto de consumo.
Crisis entre lo infinito transmisible por la tecnología y lo que transmite la escuela que por contraste parece pobre. En el consumismo, y habiéndose establecido una relación clientelar fundada en la seducción, la percepción y la opinión del saber del maestro está desjerarquizada, es sólo una opinión más.
Una formación pensada a futuro demanda una demora en las gratificaciones inmediatas y se ve jaqueada por las solicitaciones de un presente que arrasa los diques que posterguen el disfrute instantáneo. Abre una enorme grieta entre la subjetividad de los maestros y los alumnos.
Los alumnos solicitan velocidad y percepciones. La velocidad no es aliada de la construcción del saber.
Cuando uno se desliza sobre una delgada capa de hielo (en un mundo que ya no es firme y duradero) la salvación está en la velocidad.
No es con sangre sino con la vista y el oído que entra la imagen más que la letra. Los maestros compiten en clara desventaja con las nueves fuentes de subjetivación.
Si prestar atención es vivido como pagar por lo que será casi inmediatamente obsoleto y descartable, la vivencia será la de derrochar atención en algo inservible.
Esta contraposición ciudadano – consumidor explota en la escuela que se impregna de una modalidad en la cual los sentimientos privados no se traducen en acciones-preocupaciones colectivas. El usuario vela sólo por su propio interés, el consumidor es enemigo de ciudadano.
La lógica del consumo produce (pese a las apariencias de novedad permanente) cosas viejas. Descarta objetos aún útiles y lo mismo ocurre con los maestros y sus saberes.
Existe una disponibilidad absurda de armas reales y una ausencia de armas simbólicas. La violencia se ha banalizado y los niños crecen impregnados por esa banalización. Lo que vale no es que lo que debe ser sino lo que me gusta. El predominio de la obligación de la modernidad recibió un fuerte golpe por parte de los impulsos hedonísticos hacia el disfrute que se llevó puesta a la ética.
En vez de armar a los ciudadanos hay que armar ciudadanos para el mundo que viene con municiones de derechos y cañones de integración social y capacitación.
Nuestros jóvenes niños están hoy cada vez más desarmados de familia y de proyectos en el mercado laboral que es tierra de mercaderes.
Ya no cotiza en bolsa la solidaridad ni la justicia.
El riesgo es convertirnos en una sociedad anónima que acelere sin remordimientos y transforme las tragedias sociales en entretenimiento.
La precocidad de las demandas escolares-sociales es la que dispersa, excita, aplasta o desorganiza.
Lo más frecuente son los cuadros de desatención, impulsividad o hiperactividad que NO son únicamente sinónimos de ADHD ni de medicación excepto que pensemos, como mucha gente, que lo esencial de una experiencia está regulada por nuestra neuroquímica.
Corremos el riesgo de convertirnos en una sociedad psiquiátrica como en el Mundo Feliz de Huxley donde los psicofármacos disuelvan los malestares existenciales.
Cuando la vida asume un ritmo cocaínico no es lógico reducir la cuestión a un problema neuro-psiquiátrico. Nuestra época demanda ir a mil y muchos no logran ponerse las pilas.
En la actualidad la consulta por niños de cualquier clase social está ávida por soluciones más que por el análisis de problemas. Se piden respuestas y cuesta tolerar las preguntas. Surge así una avidez clasificatoria que incluye nominaciones para el malestar, lo que tiende a convertirlo en un objeto sobre el que se puede operar técnicamente.
Una ayuda para este proceder es el famoso DSM IV, un manual estadístico para los problemas subjetivos que se ha convertido erróneamente en una especie de Biblia del diagnóstico y en una fuente de autoridad medicalizante.
Lo que inicialmente era un manual estadístico y descriptivo de conductas se ha convertido en un tratado de psicopatología que define diagnósticos y etiologías.
“Lo esencial es invisible a los ojos”. Podría parecer obvio pero no lo es porque lo visual predomina en nuestra cultura y es justamente la clasificación de conductas visibles la que genera muchos de los “nuevos cuadros” donde encontramos un serie de siglas ODD, TGD, ADHD que no son diagnosticados sino son efectos de una clasificación.
En nuestra sociedad fuertemente influenciada por el paradigma tecnocrático se afirma la tendencia a reducir prácticas sociales complejas como educar, diagnosticar y curar a procedimientos técnicos. El diagnóstico se reduce a ingresar a una grilla clasificatoria y la cura se reduce a dar psicofármacos.
Diferencia entre clasificar y diagnosticar: clasificar es incluir en una serie. Diagnosticar es rescatar lo singular de un niño. Singular: sin otro de su especie.
¡La ciencia no está libre de mitos! Muchos diagnósticos que pululan por los pasillos escolares aportando “soluciones” no son otra cosa que mitos. Un mito (del griego 'cuento') es un relato de hechos maravillosos protagonizado por personajes sobrenaturales.
Todo niño con dificultades en su atención, es hiperactivo y/o impulsivo y puede ser englobado en la clase de los ADHD. El ADHD parece responder al modelo de la profecía autocumplida.
Con el diagnóstico lo que se gana en tiempo se pierde en complejidad y el sujeto deviene en mero trastorno. Se es un cuadro pues ya ni siquiera se lo padece. Encasillando, se inscribe un nombre que no deja asomar aquello que el saber no sabe.
Ante la diversidad y heterogeneidad de los niños con síntomas de desatención, impulsividad, e hiperactividad no parece prudente buscar en los genes la respuesta.
¿O en tan poco tiempo pudo haberse producido una mutación genética del 10% de los niños en edad escolar convirtiéndolos en una especie distinta a la de los niños de veinte o treinta años atrás?
La tendencia a la medicalización del malestar puede lograr que la farmacología pase a ser una cosmética del comportamiento, que sustituya conductas no necesariamente anormales por otras socialmente juzgadas como preferibles.
Lo que está en discusión es si el alivio que producen los psicofármacos puede curar los sufrimientos que la relación con los otros produce.
El empleo criterioso de un fármaco en un abordaje multidimensional puede ser provechoso sólo si se pone al servicio del despliegue de la producción subjetiva.
Más que acelerar a los niños deberíamos desenchufarlos. ¿O no es interesante que los recitales sean unplugged? ¿O no es deseable que los niños no estén todo el tiempo enchufados a los videojuegos?
Los psicofármacos mejoran los síntomas (que son solamente la exteriorización de los problemas) pero no mejoran el aprendizaje.
El éxito del DSM IV se debe a que clausura un problema definido en términos de tecno-mitología generando alivio y permitiendo omitir factores que no están al alcance de padres, médicos y maestros como los factores sociales, económicos, psicológicos y políticas educacionales que determinan la insistencia de problemáticas que pretenden ser conjuradas mágicamente con un nombre, algunas técnicas y muchas pastillas.
El DSM IV es la puerta de entrada a la cobertura social o sea la declaración de discapacidad un rótulo que estampa una minusvalía simbólica. El problema es que la discapacidad se conjuga de tal manera que no se la sufre o se la padece, discapacitado se es. Esta objetivación del “ser” aparece cuando la avidez de soluciones opaca el análisis de los problemas.
Curiosa epidemia la del ADHD que en lugar de seguir la lógica de las enfermedades sigue las de la oferta y demanda porque habiéndose encontrado un supuesto remedio en vez de disminuir su incidencia el ADHD aumenta. ¡La venta de metifenidato se ha quintuplicado!
En la Argentina se han facturado 60 millones de dólares en el 2007.
Estos diagnósticos son efectos de una clasificación “chatarra” que, al igual que la comida, tiene consecuencias en los organismos y la vida de los niños y viene en un combo: (sale con fritas) salen con Ritalina.
Resultado: medicalización de la infancia
Los laboratorios que los producen guiados por una lógica mercantil los imponen como una solución excluyente del psicoanálisis. Para que ser padre sea más fácil: ¡Ritalina!
Los psicofármacos actúan exclusivamente sobre los síntomas silenciándolos cuando en realidad los síntomas pueden ser de gran valor para abordar por la palabra la situación conflictiva.
El metilfenidato mejora la atención pero no mejora el aprendizaje. ¡Ningún medicamento enseña nada!
Se habla de déficit de atención cuando la atención no está en déficit sino que ha sido invertida sobre otros objetos libidinales que le interesan al niño.
Las investiduras devaluadas de la escuela hacen que el niño no les preste su atención. Esa devaluación ocurre porque cuando alguien presta algo lo hace en función de lo que cree que recibirá a cambio. Esto explica buena parte de los destinos de la atención infantil.
El ADHD es una bolsa de gatos, efecto de una clasificación cuyos síntomas pueden aparecer por múltiples causas, ser transitorios y variables y no puede ser tratado por un solo medicamento para la desatención, la impulsividad y la hiperactividad.
Nadie aceptaría como tratamiento la utilización de anfetaminas, sin embargo se usa el metilfenidato que actúa como la anfetamina y produce sus mismos efectos y riesgos de dependencia.
Se los clasifica con escalas que presentan un error sideral.
No sólo el cuerpo de nuestros niños requiere una protección inmunológica sino también su espíritu pues en este tsunami de información estamos perdidos sin un filtro eficiente para que las exigencias de la histeria globalista de la modernidad líquida no caigan sin filtro sobre nuestros niños y alumnos.



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¡Excelente artículo!, Son muchas verdades juntas que constituyen una llamada de alerta para salvar a la infancia de la red enfermiza que la envuelve. Concuerdo totalmente con la posición del autor y sus agudas críticas al bombardeo tecnológico, el consumo masivo, la medicalización en la infancia, el diagnóstico del TDA, el DSM-IV, etc. Veo que vale la pena adquirir el libro y leerlo con detenimiento.
Atentamente
Gladys Veracoechea Troconis
Autora del libro: "El déficit de atención sin fármacos" (Psimática, 2008).

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Estimada Gladys: Me alegra que te haya resultado interesante el resumen. Estoy totalmente de acuerdo contigo en que debemos detener esta nueva "moda" medicalizante. Leeré tu libro. Saludos cordiales. Robi


http://filipides42-robi.blogspot.com/2010/01/las-certerzas-perdidas.html

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