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El Método

Rolando Isquímedes llevaba una vida plena. O casi.
Con 56 años, no presentaba ningún deterioro físico ni mental. Era profesor titular de la cátedra de Escultura 1 en la escuela de Artes, además de ser un reconocido artista, con premios internacionales y autor de varios libros sobre su materia. Era un referente obligado en cuanto a nuevas tendencias y un docente responsable. Sus alumnos lo adoraban y muchas lo amaban. De buen porte, resultaba atractivo para quienes no solo veían en él un intelecto deslumbrante. Hacía unos cuantos años que estaba divorciado, pero mantenía una excelente relación con su ex mujer y sus dos hijas. Verdaderamente disfrutaba de la enseñanza y gozaba de un merecido respeto entre sus pares.
Pero, en su más íntima soledad, Rolando no estaba conforme. Necesitaba, anhelaba, sufría por la falta de un verdadero reconocimiento académico.
Más de 30 años atrás, era docente auxiliar del profesor Jacobo Bollard, con quien había compartido estudios en el taller del legendario Pedro “El bostoniano” Izquierdo, un artista emblemático para los jóvenes de su época. Con Bollard eran amigos incondicionales, a pesar de lo dispar de sus personalidades. Jacobo era puro carisma y ejecutividad, mientras que Rolando era más metódico y pensante.
Juntos habían trabajado en la elaboración de un método de aprendizaje y realización de obras. Durante mucho tiempo dedicaron horas libres en la gestación de su idea. Rolando era el que más información manejaba, pero Jacobo era el que mejor sintetizaba. Luego de un arduo proceso, plagado de marchas y contramarchas, dieron a la luz su criatura: el “Proceso libre de sinapsis creativa”, también conocido como el “Método Bollard-Isquímedes”.
Con esta herramienta podía plasmarse, plásticamente, ideas abstractas comprensibles para quien las contemplara. Fue una revolución artística. Los dos amigos no cesaban de dar charlas y seminarios sobre su método. Su difusión fue en aumento, a la par del prestigio de sus creadores.
La cuestión fue que, pasado un tiempo y con la arraigada costumbre de simplificar, la denominación de la técnica pasó a llamarse solamente “Método Bollard”, dejando a Isquímides obviado. Aunque Rolando, en sus clases y charlas, lo nombraba completo, la gente terminó por aceptar la reducción. Bollard no se preocupaba mucho por aclarar el malentendido e, inconscientemente, alentaba el mal uso. Rolando, en un primer momento, le hizo saber de su disconformidad en forma discreta, pero luego de un tiempo, sus reclamos fueron más vehementes. Jacobo, finalmente, aceptó su petición y se comprometió a subsanar el inconveniente. Poco le duró la buena voluntad, su egocentrismo fue mayor.
Isquímedes decidió que ya era suficiente y rompió una relación de años. Se dedicó a su carrera y dejó atrás los contratiempos.
A las pocas semanas, el ambiente artístico se conmovió: Jacobo Bollard apareció muerto en su casa de campo. El forense dictaminó que, debido a un extremo estado de ebriedad, había perdido el equilibrio y se había golpeado la cabeza contra el borde de la chimenea, lo que causó el deceso.
Pese a los pronósticos adversos, Rolando estuvo presente en el sepelio y, olvidando viejos resquemores, dijo unas sentidas palabras que reivindicaron la antigua amistad.
Isquímides quedó como único heredero del Método y, viendo su oportunidad, se dedicó a tratar de revertir el tema de la doble paternidad. No lo logró. Ya estaba demasiado establecida la denominación. Concluyó que debía lograr algo superador y se abocó obsesivamente a ello. Ello determinó el alejamiento de su familia y posterior divorcio. Cuando reconoció lo infructuoso de su accionar, abandonó su utopía y retomó sus quehaceres académicos.

El nuevo año se había presentado promisorio. Bastantes ingresantes, problemas gremiales resueltos y estabilidad. Rolando llevaba ya 12 años enseñando en primer año y siempre era un goce. El Método, con sus debidas actualizaciones, continuaba su derrotero imbatible. Si, nuevamente, sería un buen año.
Mientras observaba a sus alumnos trabajar en sus obras, Rolando reparó que, en el fondo del salón, una alumna hacía algo diferente. Se acercó discretamente y la miró desde atrás. Era más bien menuda, de formas agradables, con lentes y el pelo rojo recogido. Estaba manipulando trozos de madera de una forma algo diferente a lo que postulaba el Método. El profesor se acercó aún más y le objetó su técnica. La alumna, Marga Dentim, se puso nerviosa y acató la sugerencia. Pero al rato, Rolando se percató que Marga insistía con lo suyo. Ya era demasiado. La llamó a su escritorio.
- Mirá, no sé bien que estás haciendo, pero no es lo que yo indiqué. Primero tenés que adquirir la técnica para luego experimentar.
- Es que, profesor, yo creo lograrlo de otra forma –dijo Marga sonriendo levemente.
Isquímedes la miró extrañado y agregó:
- Hagamos esto. Vas a realizar dos trabajos. Uno con el Método y otro con tu técnica, y ahí vemos. ¿Qué te parece?
A fin de ese mes, los alumnos presentaron sus trabajos para ser evaluados. Marga era la única con dos pedestales. Uno estaba vacío, con una caja a su lado. Cuando Rolando se detuvo a mirar, Marga tomó la caja y sacó una escultura.
Era magistral. Con defectos técnicos, pero de una simpleza y contundencia únicas. De un concepto abstracto, Marga había realizado una obra entendible, reconfortante. Rolando estaba impresionado. Al final de la clase retuvo a Marga y le preguntó sobre la obra y su confección. La alumna no supo explicarlo metodológicamente, por lo que el profesor le pidió si podía escribirlo y traerle esas notas.
Así lo hizo y Rolando las revisó en su hogar. Era algo desprolijo, sin mucha coherencia. No había un camino claro.
Mientras se preparaba la cena, tuvo un impulso. Revisó las notas frenéticamente buscando algo. Cuando encontró lo que buscaba, fue a su computadora y abrió los archivos de sus propios apuntes de cuando trabajaba con Bollard. Había un cúmulo de datos que Jacobo desechó, pero que Rolando aún conservaba. Leyó, comparó, dedujo y, finalmente, ya de madrugada, exclamó:
- Lo tengo.

Mientras atravesaba el salón dirigiéndose hacia el fondo del mismo, donde estaba Marga, pensó: “Es fascinante. Una alumna anónima, sin mucha preparación, tuvo la clave para lo que busqué siempre. Esto es superador al Método Bollard-Isquímides, no le debe nada, es totalmente original. Marga se pondrá eufórica. Con su idea y mis conocimientos se ha formado una técnica única. Ahora sí tendré el reconocimiento académico que me fue negado. Por supuesto que haré partícipe a Marga, se lo merece. Esta herramienta llevará nuestros nombres: el Método Isquímides-Dentim, o Dentim-Isquím... Un momento. No, otra vez no. ¿Y si vuelve a ocurrir? No quiero ser nuevamente relegado. No, no me voy a arriesgar...”
Se detuvo frente a su alumna y se quedó inmóvil. Marga se dio cuenta de su presencia y preguntó:
- ¿Qué pasa, profe?
Rolando hizo un gesto de resignación y contestó:
- Estuve viendo tus notas y no creo que funcione. Es prácticamente antipedagógico. Lo lamento.
Y le entregó los papeles. Marga suspiró y dijo:
- Está bien, profe. Tampoco me pareció que fuera algo asombroso.
Y siguió trabajando.
Rolando siguió mirándola y, cuando se percató de lo inapropiado, se retiró presuroso.

En su casa, ya relajado y mientras saboreaba un cognac sentado en su sillón favorito, Rolando se sintió satisfecho por partida doble. En unas semanas tendría delineado toda la estructura de la nueva técnica, con su aval teórico-práctico.
Pero también estaba reconfortado por Marga. Si, como él pensaba, hubiera compartido la paternidad del método y se hubieran originado conflictos, quizás se hubiera sentido obligado a tomar nuevamente una determinación que todavía oprimía su conciencia: asesinarla como había hecho con Bollard.
Desechó ese pensamiento y se abocó a los toques finales de la Técnica Impulsora de Creatividad, la que en el futuro sería conocida como... el Método Isquímedes.


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