Los nuevos diseñadores españoles despuntan por alto nivel formativo y su amor a la experimentación
En los pasados ochenta triunfó en España el eslogan de 'todo es diseño', a pesar de que los diseñadores, en su mayoría autodidactas, se contaran con los dedos de una mano y de que la industria apenas existiera. En aquella época surgieron heterodoxos como Mariscal, con un éxito internacional incontestable, pero desde entonces parece como si el diseño español hubiera entrado en una etapa de callada profesionalización.
Juli Capella, arquitecto, diseñador y agitador cultural, demuestra que ésa no es ni de lejos la realidad en una obra titulada 'Bravos. Diseño español de vanguardia', en la que repasa y reproduce las piezas más señeras de las generaciones nacidas a partir de 1960, caracterizadas por su alto nivel formativo, por su deseo experimental y, en la mayoría de los casos, por un humor encaminado a mirar la vida con ironía.
Entre ellos están Martín Azúa, nacido en Vitoria, Nacho Carbonell, el colectivo Cul de Sac o Patricia Urquiola, diseñadora asturiana muy reconocida y afincada en Milán. Son la punta de lanza de un sector con más de 4.200 empresas y 22.000 profesionales en 2001, el último año en que se realizó un estudio sectorial. «Hoy es posible que estemos doblando esas cifras», comenta Capella.
El autor de 'Bravos' sintetiza la corta historia del diseño en España, desde los ecos modernistas que llegaron antes de la Guerra Civil hasta el erial posterior y la tímida recuperación en los sesenta y setenta. Reconoce que los ochenta fueron una época de excesos -«todo el mundo quería ser diseñador, de espacios, de ambientes, de escaparates...», lo que provocó el choteo popular, el célebre '¿estudias o diseñas?', y las quejas de los intelectuales como Alain Finkielkraut, que en 'La derrota del pensamiento' sostenía que no todo era igual en el mundo creativo, y que un diseño de un par de zapatos nunca llegaría al nivel de una obra de Shakespeare.
Límites creativos
En opinión de Capella, no todos los efectos de aquellos años fueron malos, pues el 'boom' del diseño español logró colarse en las páginas de las publicaciones internacionales de tendencias como 'The Face' o 'Actuel' y en las profesionales como 'Domus' y 'Design'. Pero fue en la siguiente época cuando el fenómeno se asentó y legitimó sus aspiraciones artísticas gracias a una muestra sobre el diseño industrial en España realizada en el Museo Reina Sofía de Madrid.
Con el asentamiento llegó la comercialización, de la que las nuevas generaciones no reniegan, aunque quieren darle su toque personal y experimental. «Hay un 50% obras en el libro que son experimentos en el estudio, pruebas, de las que no siempre salen productos comercializables. Pero no por ello dejan de ser necesarias, al menos para nosotros, ya que nos enseñan nuestros propios límites, creativos y productivos», afirma Martín Azúa, un vitoriano que se matriculó en la Facultad de Bellas de Artes de Barcelona y terminó la carrera en la especialidad de Diseño. «La perspectiva de ser artista me ponía nervioso porque me imaginaba que todos los días tendría que resolver un montón de problemas en el mismo proceso de la creación. El diseño me pareció más sólido, y creo que estudiar Bellas Artes me ha aportado más libertad», incide.
Martín Azúa es el autor de piezas como el 'Taburete Flod', el 'Lavabo Simplex', de utensilios de cocina para Ferrán Adriá y ahora prepara el diseño de las medallas para el Campeonato Europeo de Atletismo que se celebrará este verano en Barcelona. «Mi generación se ha fijado mucho en Holanda. Ellos rompieron con el concepto de diseño elitista y caro de Italia, introdujeron materiales pobres y ecológicos y les dieron un toque relajado, humorístico y de buen rollo. Aunque ahora vivimos fascinados con Japón».
Capella percibe en los nuevos 'bravos' del diseño español un deseo de individualidad, un acercamiento a la ecología y al arte y una preocupación por extender sus ideas más allá de las sillas y de las mesas hasta los objetos más simples y funcionales, como un USB para ordenador o un funda para el móvil.
Frescura y reciclaje
A pesar del individualismo que menciona Capella, en el libro se incluye el trabajo de un grupo de diseñadores radicado en Valencia, Cul de Sac. En su origen está la amistad desde el instituto de Alberto Martínez y Pepe García, que luego fueron a estudiar a uno de los templos del diseño mundial, el Royal College of Art de Londres. A su vuelta, crearon el estudio que hoy trabaja para firmas de tanta trayectoria, y a menudo tan tradicionales, como Tiffany, Lladró, Swarovski y Aston Martin. ¿Qué aporta Cul de Sac a estas marcas? «Frescura, reciclaje», responde María José Salvador, la portavoz del grupo. De hecho, unas de las primeras piezas para Lladró surgió de un stock de figuras de cerámica a las que Cul de Sac puso su especial sello transformándolas con materiales en principio tan ajenos como los clips de oficina.
Este colectivo de diseñadores concibe su trabajo como un estilo de vida, y de ahí que tengan su estudio en Valencia, en vez de una ciudad más estratégica, ya que no quieren desligarse del aire mediterráneo. En sus instalaciones hay cocina y comedor, en el que hablan con sus clientes, más que en serias oficinas, y si la conversación se alarga les invitan a que se queden en la vivienda también incorporada al estudio.
Desde el ámbito internacional, argumenta Capella, se ve al diseño español con unas formas «atrevidas y orgánicas, con un colorido sin vergüenza», con las notas del ingenio y el humor y la influencia del arte de Picasso, Miró, Dalí y, por supuesto, Gaudí.
Martín Azúa apunta a que las piezas de los nuevos diseñadores no van destinadas a clientes ricos y exhibicionistas, «sino a los que tienen cierto estatus cultural y cierto nivel de información». «Si trabajo con materiales reciclados, es mejor que el usuario sepa que existe el movimiento del 'arte povera' y que es un guiño hacia él. De todas formas, opina, «ha llegado el momento en que apostemos por la calidad y realcemos el valor del objeto diseñado como eso que permanece y te acompaña, algo claramente opuesto al concepto de usar y tirar».
La crisis obliga a los diseñadores a «dar el 'do' de pecho», explica. No obstante, el diseño se ha convertido para las empresas en una obligación si quieren ser competitivas. «Si salen a vender fuera, lo necesitan, porque sus competidores extranjeros van a ser muy sofisticados en este aspecto. Y como tienen que construir y fortalecer la marca, no les vale con hacer versiones de cosas ya hechas: la creatividad se convierte en un factor estratégico».
Precisamente ese ansia creativa es la que no falta entre los nuevos diseñadores españoles. Uno de ellos, Nacho Carbonell, hace piezas únicas, las expone en galerías de arte y no le importa vivir y trabajar en una iglesia abandonada en el campo levantino. Eso sí, tiene clientes importantes, como Brad Pitt, él mismo diseñador, que compró íntegramente unas de sus colecciones en la prestigiosa feria de arte de Basilea del año pasado, por un total de 84.000 euros. «Me dijo que ya conocía mi trabajo de antes y quiso saber si las piezas eran seguras para que se podrían subir los niños en ellas», declaró entonces.
Ésa es otra de las características que apunta Capella para definir a los nuevos diseñadores: la internacionalización, el cruce constante de fronteras. En su imaginación y para sus productos.
http://www.larioja.com/v/20100410/cultura/diseno-atrevido-ironico-20100410.html
En los pasados ochenta triunfó en España el eslogan de 'todo es diseño', a pesar de que los diseñadores, en su mayoría autodidactas, se contaran con los dedos de una mano y de que la industria apenas existiera. En aquella época surgieron heterodoxos como Mariscal, con un éxito internacional incontestable, pero desde entonces parece como si el diseño español hubiera entrado en una etapa de callada profesionalización.
Juli Capella, arquitecto, diseñador y agitador cultural, demuestra que ésa no es ni de lejos la realidad en una obra titulada 'Bravos. Diseño español de vanguardia', en la que repasa y reproduce las piezas más señeras de las generaciones nacidas a partir de 1960, caracterizadas por su alto nivel formativo, por su deseo experimental y, en la mayoría de los casos, por un humor encaminado a mirar la vida con ironía.
Entre ellos están Martín Azúa, nacido en Vitoria, Nacho Carbonell, el colectivo Cul de Sac o Patricia Urquiola, diseñadora asturiana muy reconocida y afincada en Milán. Son la punta de lanza de un sector con más de 4.200 empresas y 22.000 profesionales en 2001, el último año en que se realizó un estudio sectorial. «Hoy es posible que estemos doblando esas cifras», comenta Capella.
El autor de 'Bravos' sintetiza la corta historia del diseño en España, desde los ecos modernistas que llegaron antes de la Guerra Civil hasta el erial posterior y la tímida recuperación en los sesenta y setenta. Reconoce que los ochenta fueron una época de excesos -«todo el mundo quería ser diseñador, de espacios, de ambientes, de escaparates...», lo que provocó el choteo popular, el célebre '¿estudias o diseñas?', y las quejas de los intelectuales como Alain Finkielkraut, que en 'La derrota del pensamiento' sostenía que no todo era igual en el mundo creativo, y que un diseño de un par de zapatos nunca llegaría al nivel de una obra de Shakespeare.
Límites creativos
En opinión de Capella, no todos los efectos de aquellos años fueron malos, pues el 'boom' del diseño español logró colarse en las páginas de las publicaciones internacionales de tendencias como 'The Face' o 'Actuel' y en las profesionales como 'Domus' y 'Design'. Pero fue en la siguiente época cuando el fenómeno se asentó y legitimó sus aspiraciones artísticas gracias a una muestra sobre el diseño industrial en España realizada en el Museo Reina Sofía de Madrid.
Con el asentamiento llegó la comercialización, de la que las nuevas generaciones no reniegan, aunque quieren darle su toque personal y experimental. «Hay un 50% obras en el libro que son experimentos en el estudio, pruebas, de las que no siempre salen productos comercializables. Pero no por ello dejan de ser necesarias, al menos para nosotros, ya que nos enseñan nuestros propios límites, creativos y productivos», afirma Martín Azúa, un vitoriano que se matriculó en la Facultad de Bellas de Artes de Barcelona y terminó la carrera en la especialidad de Diseño. «La perspectiva de ser artista me ponía nervioso porque me imaginaba que todos los días tendría que resolver un montón de problemas en el mismo proceso de la creación. El diseño me pareció más sólido, y creo que estudiar Bellas Artes me ha aportado más libertad», incide.
Martín Azúa es el autor de piezas como el 'Taburete Flod', el 'Lavabo Simplex', de utensilios de cocina para Ferrán Adriá y ahora prepara el diseño de las medallas para el Campeonato Europeo de Atletismo que se celebrará este verano en Barcelona. «Mi generación se ha fijado mucho en Holanda. Ellos rompieron con el concepto de diseño elitista y caro de Italia, introdujeron materiales pobres y ecológicos y les dieron un toque relajado, humorístico y de buen rollo. Aunque ahora vivimos fascinados con Japón».
Capella percibe en los nuevos 'bravos' del diseño español un deseo de individualidad, un acercamiento a la ecología y al arte y una preocupación por extender sus ideas más allá de las sillas y de las mesas hasta los objetos más simples y funcionales, como un USB para ordenador o un funda para el móvil.
Frescura y reciclaje
A pesar del individualismo que menciona Capella, en el libro se incluye el trabajo de un grupo de diseñadores radicado en Valencia, Cul de Sac. En su origen está la amistad desde el instituto de Alberto Martínez y Pepe García, que luego fueron a estudiar a uno de los templos del diseño mundial, el Royal College of Art de Londres. A su vuelta, crearon el estudio que hoy trabaja para firmas de tanta trayectoria, y a menudo tan tradicionales, como Tiffany, Lladró, Swarovski y Aston Martin. ¿Qué aporta Cul de Sac a estas marcas? «Frescura, reciclaje», responde María José Salvador, la portavoz del grupo. De hecho, unas de las primeras piezas para Lladró surgió de un stock de figuras de cerámica a las que Cul de Sac puso su especial sello transformándolas con materiales en principio tan ajenos como los clips de oficina.
Este colectivo de diseñadores concibe su trabajo como un estilo de vida, y de ahí que tengan su estudio en Valencia, en vez de una ciudad más estratégica, ya que no quieren desligarse del aire mediterráneo. En sus instalaciones hay cocina y comedor, en el que hablan con sus clientes, más que en serias oficinas, y si la conversación se alarga les invitan a que se queden en la vivienda también incorporada al estudio.
Desde el ámbito internacional, argumenta Capella, se ve al diseño español con unas formas «atrevidas y orgánicas, con un colorido sin vergüenza», con las notas del ingenio y el humor y la influencia del arte de Picasso, Miró, Dalí y, por supuesto, Gaudí.
Martín Azúa apunta a que las piezas de los nuevos diseñadores no van destinadas a clientes ricos y exhibicionistas, «sino a los que tienen cierto estatus cultural y cierto nivel de información». «Si trabajo con materiales reciclados, es mejor que el usuario sepa que existe el movimiento del 'arte povera' y que es un guiño hacia él. De todas formas, opina, «ha llegado el momento en que apostemos por la calidad y realcemos el valor del objeto diseñado como eso que permanece y te acompaña, algo claramente opuesto al concepto de usar y tirar».
La crisis obliga a los diseñadores a «dar el 'do' de pecho», explica. No obstante, el diseño se ha convertido para las empresas en una obligación si quieren ser competitivas. «Si salen a vender fuera, lo necesitan, porque sus competidores extranjeros van a ser muy sofisticados en este aspecto. Y como tienen que construir y fortalecer la marca, no les vale con hacer versiones de cosas ya hechas: la creatividad se convierte en un factor estratégico».
Precisamente ese ansia creativa es la que no falta entre los nuevos diseñadores españoles. Uno de ellos, Nacho Carbonell, hace piezas únicas, las expone en galerías de arte y no le importa vivir y trabajar en una iglesia abandonada en el campo levantino. Eso sí, tiene clientes importantes, como Brad Pitt, él mismo diseñador, que compró íntegramente unas de sus colecciones en la prestigiosa feria de arte de Basilea del año pasado, por un total de 84.000 euros. «Me dijo que ya conocía mi trabajo de antes y quiso saber si las piezas eran seguras para que se podrían subir los niños en ellas», declaró entonces.
Ésa es otra de las características que apunta Capella para definir a los nuevos diseñadores: la internacionalización, el cruce constante de fronteras. En su imaginación y para sus productos.
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