Los países con menor grado de
conflictividad son aquellos con menores niveles de desigualdad.
La clave está
en el acceso a servicios básicos de calidad para todos, objetivo que el
gobierno actual denominó inclusión social.
La desigualdad puede ser de ingresos, riqueza o de acceso a determinados
servicios, como la justicia; la más conocida es la de ingresos, que se mide,
por lo general, con el coeficiente de Gini, que es un número que fluctúa de 0 a
1: a menor valor, mayor igualdad y a mayor valor, mayor desigualdad.
América Latina es la región
más desigual del mundo, con valores que fluctúan en torno de 0.48, en promedio.
A pesar de los problemas de medición, en el caso peruano, el valor se ubica en
torno de 0.46. En los países nórdicos (Dinamarca, Suecia, Noruega y Finlandia)
el coeficiente de gini fluctúa entre 0.25 y 0.30, países que por cualquier
estudio, son aquellos que ofrecen la mayor calidad de vida.
La pregunta es, ¿cuál es el
impacto de un alto nivel de desigualdad? De hecho una sociedad más conflictiva
con tendencia a la aparición de líderes populistas que prometen redistribuir,
es decir y para ponerlo en simple, “quitarle a los ricos para darle a los
pobres”. Los líderes populistas prometen hacer todo lo necesario para lograr
una sociedad más igualitaria. A lo largo de su historia, Perú y el resto de la
región han tenido gobiernos de este estilo, que se olvidan de los equilibrios
económicos básicos a cambio de obtener ganancias de corto plazo, pero no
sostenibles; lo vivió Perú entre 1985 y 90 y ahora lo sufren Venezuela y
Argentina. Como consecuencia, altos niveles de desigualdad influyen sobre un
crecimiento que no es sostenible en el tiempo. El caso de Venezuela es claro al
respecto, más allá de la postura ideológica de cada uno.
También tengo claro que la
reducción de la desigualdad de ingresos es un tema que toma tiempo, pero que en
sus bases se encuentran los servicios básicos de calidad para todos; podemos
discutir cómo lograrlos, pero creo que nadie puede estar en desacuerdo que una
educación y salud básicas de calidad, combinadas con un adecuado nivel de
infraestructura en especial rural, agua y desagüe para todos, seguridad
ciudadana y electrificación, entre otros, son fundamentales para vivir en una
sociedad mejor. La mayoría de ellos se encuentra en manos del Estado y eso no
es negativo necesariamente; en los países nórdicos los tiene el Estado, pero
funcionan; aquí, en términos generales, no funcionan.
Ante eso, quedan dos caminos:
o se reforma el estado para que cumpla con sus funciones básicas o se invita al
sector privado para que lo haga (sin que esto signifique privatizar, pues
existen esquemas como las alianzas público privadas, etc.). Pero, lo que no se
puede hacer, es no hacer nada. No trato de convencerlo, estimado lector, que un
sistema económico es mejor que otro, pues no me considero dueño de la verdad.
Lo que me parece inaceptable es que celebremos las cifras macroeconómicas, que
ni siquiera son buenas, mientras que aquellas que miden el acceso a los
servicios esenciales de calidad, están muy lejos de ponernos en el primer
mundo. Piense usted lector en un país
del primer mundo y pregúntese qué tiene que el Perú no tenga y verá que la
diferencia está más allá de las cifras económicas. ¿Cuál es la lección? Los
economistas debemos tener una visión más amplia y multidisciplinaria. Antes de
buscar respuestas debemos pensar si tenemos las preguntas adecuadas y nutrirnos
de conocimientos de otras ciencias sociales, como la historia y la ciencia
política para enfrentar los problemas del país.
Por: LEONARDO Amaraldo DELGADO Azaña
Publicista, mercadólogo y administrador MYPE
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Vía: Gestión
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