domingo

Ángeles y demonios en la empresa

En una comida informal, un alto directivo del sector industrial a punto de retirarse decía que si hay algo de lo que se siente orgulloso hoy, cuando puede echar la vista atrás sin marearse, es de haber conseguido seguir siendo buena persona, a pesar de todo.


Según él, en este mundo y en cualquier tiempo, ser buena persona supone el reto más simple y, a la vez, el más complicado de cualquier carrera.

El directivo fue capaz de elaborar en voz alta el ránking que jamás se publicará: el de los buenos y malos empresarios teniendo en cuenta su calidad humana, una variable que considera tan fácil de cuantificar como los ingresos de explotación. El ejecutivo a punto de retirarse, que ya lo ha dicho casi todo en el planeta corporativo, cree que ser buena persona es un acto egoísta que responde al sistema nunca escrito en los libros de gestión que consiste en ser mejor para recibir más, en ser sobresaliente para conseguir resultados extraordinarios.

El veterano trabajador alude a un ejemplo mediático, reciente y muy drástico. Según él, el empresario que negó la ayuda a un empleado que perdió el brazo mientras trabajaba jamás podrá crear nada sólido porque no atiende a su principal activo, que se volverá en su contra en cuanto encuentre el primer hueco.

Enfrente de este directivo a punto de retirarse, se sentaban una promesa de las finanzas y un director general de 42 años que le consideraban un iluso. Ambos se sitúan en el lado de la balanza que infravalora la bondad personal en el mundo de los negocios, justo en el campo que considera que ser buena persona equivale a pérdidas recurrentes. Para ellos, la bondad y la eficacia tienen que provisionarse porque forman parte de un ADN explosivo que puede perjudicar gravemente la salud del trabajador.

El financiero y el joven ejecutivo ilustran su tesis con una personalidad habitual en cualquier oficina, la del compañero generoso y afable ahogado en papeles y sumido en un rol del que se muestra incapaz de renunciar; alguien que todos adoran y sólo alguno respeta; alguien que no sabe decir “no”; alguien necesario en la empresa, pero prescindible.

Igual de fácil es visualizar la imagen del trabajador simpático pero poco de fiar, sospechoso y egoísta que triunfa, al que le suben el sueldo cada año, el que conoce todas las técnicas del márketing y el que parece imprescindible, pero que, en realidad, no es necesario.

El cuarto comensal, una abogada, ponía la nota media. La del empleado entregado y fiel que no sólo dice “sí”, que tiene don de gentes, que es transparente y que conoce todas las técnicas del comercio de uno mismo, que parece imprescindible y que, sobre todo, es necesario. No supo, sin embargo, dibujar ninguna cara a este perfil.

Hasta que no nos consideremos a nosotros mismos como productos de lujo, con una buena marca y una gran fachada, pero, sobre todo, con una exquisita calidad interior, no podremos escapar del lado de la balanza que considera que lo malo es lo mejor. Mientras tanto, siempre podemos pensar que el diablo sabe más por viejo que por diablo y fiarnos de aquel alto directivo del sector industrial que está a punto de retirarse.

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